Caminé durante cinco días para llegar hasta el centro de aquel circo montañoso, había leído que es el más bello de la Tierra. Llegué mirando al suelo, con cuidado de donde ponía los pies. Por eso se me paró el aire en los pulmones cuando levanté la mirada y me encontré en medio de los picos de nieves eternas. Estaba en el centro del mundo.
El azul del cielo se colaba entre las montañas con los rayos cortantes del sol matinal, exuberantes y descarados por la altitud, en su territorio. El aire helado volaba a sus anchas, y tan ancho era que no me cabía en el pecho. Silencio.
Miraba y sentía que no era capaz de verlo todo, o de que veía más de lo que estaba acostumbrada a mirar. La vista era también tan ancha que no me cabía en los ojos.
A lo lejos se intuía el rumor de un glaciar al deshacerse en el río o un alud de nieve que no soportó la proximidad del sol. Un riachuelo corría a mi lado despreocupado, ignorante de lo humano, más cerca de lo divino. Era como oír la nada, el vacío, pero a la vez parecía que allí estuvieran condensados todos los sonidos del Universo.
Bajé al campamento, me faltaba el aire, no podía respirar a tanta altura. La realidad era demasiado grande para mis atrofiados sentidos.
Pero la realidad no había acabado de derrocharse ese día. Por la tarde algo blanco y tan ligero que se me antojó etéreo empezó a caerme en la ropa. Poco después, todo estaba cubierto de nieve, como si nos hubiésemos mudado de paisaje sin movernos.
Al marcharme al día siguiente saludé con respeto a las montañas, con las manos juntas en una inclinación:
—¡Namaste! –como se entienden en su lengua.
* Este es el primer relato que me publicaron: primero, en el suplemento cultural del periódico La opinión de Tenerife, y después, en la antología de relatos Y así sería para siempre, editada por la Escuela Canaria de Creación Literaria en 2010.