Todo empezó más o menos así:
Aquí, unos cuantos años atrás:
Recuerdo que cuando estudiaba secundaria nos encargaron escribir un cuento —es una pena no conservarlo— del que solo recuerdo el título: El monstruo hormiga. Cuando terminé de leerlo en la clase, la profesora se me quedó mirando extrañada. Pensé que no le había gustado, pero me dijo: «¡Qué imaginación!».
Tuve mucha suerte con mis profesores del instituto. Ellos me presentaron a mis primeros amores literarios: leí Cien años de soledad en un día de fiebres. Nadie me cree, pero fue así. Tenía quince años y mi padre acababa de morir. Necesitaba poblar de amores mi adolescencia entristecida.
Luego me decidí por las ciencias —me costó elegir entre ciencias o letras— y estudié Medicina, con lo que me adentré en un agujero negro que me apartó de la literatura durante muchos años: de la literatura y de muchas otras cosas. La medicina tiene eso, que si no se anda uno con ojo te aparta del mundo. Por eso los médicos tendemos a relacionarnos con otros médicos en una endogamia culturalmente insana. Si no se anda uno con cuidado, no hablas de otra cosa, no escuchas otra cosa.
Con el tiempo, me he adscrito a la poligamia, así que ahora adoro la medicina y amo la literatura. Las dos son un poco celosas, la verdad, pero suelo arreglar los conflictos con aquello de «te lo puedo explicar…». A mí me funciona.
Rescaté mi amor por la literatura en el momento en que decidí que la medicina ya no necesitaba tantos cuidados. Ya había conseguido lo que deseaba y a partir de ahí solo requería tareas de mantenimiento. La medicina es muy exigente, hay que saber ponerle límites. En la literatura los límites me los pongo yo, es una amante más flexible, aunque también demanda lo suyo.
Me gusta leer y escribir. A las dos cosas se aprende muy pronto y casi parece que nacemos aprendidos, pero yo recuerdo ese delicioso tránsito mágico hacia las puertas del entendimiento. En literatura leer y escribir adquieren otra dimensión y hay que volver a aprender, de otra manera, en un tránsito igual de mágico hacia un entendimiento más elaborado: hacia el mismo corazón de lo humano. Toda la cultura se trasmite a través de la lectura, que primero hay que escribir. Si no hay escritura no hay trasmisión, solo la tradición oral que ha sido escrita ha podido llegar hasta nosotros.
Por eso, a escribir para que otros nos lean hay que aprender. No vale con saber juntar las letras como nos enseñaron cuando teníamos seis años. Hay que saber combinar las palabras con arte, con imaginación, con generosidad y respeto por los que van a ocupar su tiempo en leernos.
Para este reencuentro con las letras asistí a diversos cursos de escritura creativa, pero llegó un momento en que sentí que necesitaba una formación más estructural, con los cimientos bien fundamentados, así que decidí iniciar el Grado de español: Lengua y Literatura en la Universidad de La Laguna. Estoy en ello: quiero ser médica filóloga.
También quiero ser una vieja que lea y que escriba novelas de amor, por todo lo que se mueve, y lo que no.
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