Café e infusiones
Llaman a la puerta a la hora de comer. A través de la mirilla veo a cuatro hombres que sujetan un cajón de tablones pintados de negro sin lijar, y un quinto que espera con actitud impaciente pegado a la puerta. Abro algo intimidada. El quinto hombre, un tipo alto de aspecto resuelto cansado del mundo, agotado de estar obligado a lidiar diariamente con gente ignorante y torpe como adivinaba también sería el caso, comprueba mi identidad en un trozo de papel gastado que lleva en la mano:
—¿Doña Lucía Fuentes?
—Sí, soy yo.
—¡Vaya, por fin la encontramos! Llevamos años tratando de localizarla para devolverle a su padre.
—¿A mi padre? Pero si murió hace veinticinco años.
—Precisamente, ¿y nunca ha pensado en él después de eso?
—Claro que he pensado en él.
—Y entonces, ¿por qué no ha ido a recogerlo?
—¿A recogerlo? ¿Cómo a recogerlo? Está muerto.
—Pues por eso, no iba a venir él solito, tendría que haber ido a buscarlo hace bastante tiempo, ¿no?
—Pero, ¿no se hace cargo el Gobierno de los muertos?
—¿El Gobierno? ¡Hay que ver! Siempre así. ¿Y se le ocurre de qué manera iba a hacerse cargo el Gobierno de “todos” los muertos? Es lo que tenemos, así tenemos el trabajo que tenemos. —Habla más para sus porteadores que para mí, a la que considera que no merece la pena dar unas explicaciones que voy a ser incapaz de entender.
—Pero yo no he oído nunca decir a alguien que tenga que recoger a sus muertos. ¿Y qué se hace con ellos?
—Y yo qué sé, usted sabrá lo que quiere hacer. Bastante hemos tenido con guardárselo durante todo este tiempo. —Y entran en tropel hasta el salón sin invitarlos, agotada la paciencia infinita del airado portavoz.
—Bien, ¿dónde lo ponemos?
—Eh… bueno, pues ahí, delante de la tele, es donde único hay sitio.
—Firme aquí el recibí.
Se marchan sin darme tiempo a recuperar el aliento para más preguntas y me dejan con la caja negra en medio del salón.