15 noviembre 2023

V Simposio Canario de Minificción, ULL


Horizonte de colores

 

Rojo, naranja, violeta… Cuando Pablo se despertó de la siesta sobre el acantilado el sol ya se había ocultado, pero los colores del horizonte no eran los de otras tardes: parecían derramados de la paleta de alguien dispuesto a pintar el cielo de nuevo. El aire estaba quieto, como pendiente de lo que se dibujara a ver si tenía que soplar o no. 

Entonces, el sol apareció de nuevo brotando del fondo del mar y, tan silencioso como en su recorrido de cada día pero mucho más veloz, se posó sobre el acantilado no lejos de donde estaba Pablo, extrañado de no quemarse.

Un chico idéntico a él se bajó de la bola luminosa. No sintió miedo, era como si conociera a ese chico, como si fuera él mismo en otra dimensión: no había nada que temer. 

—¿Nos vamos? —dijo el recién llegado.

—Claro, volvamos a casa, es tarde —le contestó Pablo. 

            

Luces al atardecer

            

A la abuela le gustaba barrer el patio de detrás de la casa al atardecer. Decía que por si en la noche venían las ánimas de sus familiares muertos, especialmente la de su madre, que siempre fue muy puntillosa con la limpieza. Temía que, muertos y todo, cuestionaran el estado de sus patios. Pero de un tiempo a esta parte también hablaba.

—Abuela, ¿con quién está usted hablando?

—¿Cómo que con quién? Anda, haz el favor de saludar a estos señores. ¿Qué educación es esta? Lo que contarán de nosotros allá donde ellos viven, que por lo que me han dicho, viven bien lejos. Aunque no conocen a mis muertos, se ve que viven en otra parte.

—¿Qué señores, abuela?

La abuela señaló detrás de las matas, desde donde un baile de luces azules surgió para envolver a abuela y nieto en una danza extasiante que les mostró un mundo luminoso más allá del sol.

El nieto les pidió que lo llevaran. Los señores le explicaron que para eso le quedaban muchas vidas, pero que si se paseaba por el patio de la abuela a la caída del sol, ellos le enseñarían el camino.

 

Dónde estará la abuela

 

Cuando Pablo se despertó por la mañana la abuela no estaba en casa. Era raro, nunca salía tan temprano. Pero no se preocupó porque le dejó el desayuno preparado. Como estaba de vacaciones y no vio a quién pedir permiso, se lo dio él mismo y se fue a la playa. Ese día llegó el primero.

Los amigos fueron llegando, cada uno con su versión de los acontecimientos de la noche anterior, de los que Pablo se estaba enterando por ellos.

—Que sí, que lo vi con mis propios ojos: la luz se posó allí, encima de la loma, y se bajaron dos cuerpos, o luces, o algo, yo qué sé.

—Eran cuerpos: bajaron dos y subieron tres, los vi con mis propios ojos.

—Eran luces: bajaron dos y subieron con otra cosa que no era luz, parecía una persona.

—¿Una persona mayor, una señora con el pelo corto, gafas de pasta, un traje de colores hasta por debajo de las rodillas y zapatos ortopédicos? —preguntó Pablo.

—No, parecía una mujer joven vestida con una túnica amarilla. Cuando se acercó a la luz, ella también se iluminó, como los otros dos.

—Sí, pero yo la vi antes de que se le acercaran los otros, y puede ser que llevara el pelo corto, gafas de pasta, un traje de colores hasta por debajo de las rodillas y zapatos ortopédicos. Puede ser…

 

Lisandra

 

—¿Sabes?, anoche soñé que una nave extraterrestre venía a buscarme y me iba con ellos. Fue flipante viajar por el universo más allá de la velocidad de la luz. O eso me dijeron. Los tripulantes de la nave eran jóvenes, guapos y simpáticos. También había una chica, rubia y muy guapa, como de mi edad, me enamoré de ella en cuanto la vi. Y ella también de mí. Hasta me propuso que nos hiciéramos un tatuaje en la muñeca con el nombre del otro para prometernos amor eterno. En eso me desperté. Hay que ver los disparates que uno sueña.

—¿Y qué tienes ahí en la muñeca, que no haces más que tocarte?

—«Lisandra», ¡no puede ser!