Ciclos infinitos
La puerta tenía que abrirse con un crujido, en un rechinar de bisagras herrumbrientas, como pasa en las novelas que escriben los nórdicos, pero no lo hizo. Lo que hizo fue desmigajarse, lo poco que habían dejado los bichos. Ni siquiera hizo estruendo: se pulverizó. Así pudimos entrar como los fantasmas, atravesando la puerta sin abrirla.
El sol penetraba el polvo, que se levantó y se coló sucio hasta la mitad del salón… o lo que fuera aquello. Así y todo, se veía oscuro, como si la claridad hubiera decidido abandonar el lugar y no hubiera forma de volverlo a iluminar. La luz se entretenía en la calle sin entrar.
Todo era polvo del viejo, del que se pega a las cosas hasta fundirse, polvo gris descolorido, hecho allí mismo, detrás de la puerta cerrada para siempre.
Pero siempre es mucho decir. Una casa no puede estar cerrada para siempre. Para siempre solo se cierran las sepulturas, que son las casas eternas.
La luz del sol consiguió colarse a través del hueco que dejó la puerta, después de que el polvo se asentara sobre el polvo añejo, lo justo para identificar la amalgama de objetos repartidos entre el suelo y los muebles: una cómoda con fotos de gente olvidada junto a cartillas del racionamiento que consintió la guerra, un armario con los espejos rotos en las puertas, sillas sin asientos, el sofá deshecho, quizá por el perro que abandonó su esqueleto sobre él, cartas por el suelo remitidas por un caraqueño hacía más de sesenta años… Cuando los ojos se nos acostumbraron a la penumbra, pudimos identificar los restos de las adicciones duras de otra época: papel de aluminio por todas partes, cucharillas, encendedores que ya no encendían ninguna mecha de viajes siderales… Una botella de Moët Chandon sin estrenar y condones estrenados completaban la escena diseñada en distintas dimensiones temporales.
Un cabezal de hierro forjado adivinaba una cama de matrimonio al fondo de la estancia, debajo de una bombilla oxidada que nunca pudo iluminar encuentros en otra fase. Sobre el colchón destrozado, se enredaban unas sábanas de color indefinido con manchas oscuras que pudieron haber sido rojas en algún momento. Con las pupilas ya dilatadas del todo, descubrimos a los auténticos moradores de la casa: vivos y muertos.
Los vivos habían encerrado a los vivos; los muertos habían sacado a los muertos. Vivos muertos, muertos vivos pululando existencias al límite de la existencia. Nos miraban curiosos, casi ingenuos, decidiendo de qué lado nos iban a colocar. Quizá se comieran la puerta para invitarnos a pasar, para que descubriéramos su eterno pulular de bichos inmortales de tanto morirse.
Una guinda dentro de la única copa contrastaba en la penumbra de la escena con su rojo provocar: fresca, jugosa, rotunda. Segura en su perpetuo renacer efímero. Aceptando los ciclos de la vida y de la muerte. La vida resurgiendo de la muerte; la muerte igual de temporal que la vida.
Encendimos la bombilla. Los pobladores de las sombras no soportaron el fogonazo que estalló el vidrio viejo. Al abrir las ventanas, una flor de cerezo se desvaneció en el aire hasta posarse sobre el polvo. En el patio, un árbol reinaba poblado de futuras frutas rojas.