29 junio 2025

Una plaza tranquila

Cada tarde, al caer el sol, si no hace mucho calor aunque no sea verano, los bancos de la plaza se llenan con sus correspondientes ocupantes. Cada grupo en sus bancos; cada rincón con su grupo. No hay disputas: el orden se ha establecido de manera espontánea.

En unos, los adolescentes: gritones, desvestidos, aunque lleven ropa encima. Que la vestimenta es seña de identidad de toda la vida, aunque haya quien se desvista a destiempo para confundir.

En otros, los mayores: conversando de sus tiempos, siempre tenidos por mejores que estos, aunque no haya sido siempre así. Quizá sí que antes tenían mejor el cuerpo, pero sobre todo, tendrían a los que se les habrán ido quedando por el camino.

En los otros, dos hombres, conocidos del barrio por que padecen algún trastorno mental, conversando entre ellos: ¿de qué conversarán? Y parecen bastante entretenidos.

Los niños pequeños juegan en el parque infantil.

Los niños mayores juegan a la pelota.

Esta es la plaza al atardecer: un lugar tranquilo donde cada uno encuentra su rincón.

Un sitio tranquilo salvo por la pelota. Todo empezó por la pelota, y mira que lo llevo diciendo en la asociación de vecinos, que la pelota un día nos iba a traer un disgusto. Pues eso…

Los mayores habían llevado café en un termo y se lo estaban repartiendo con rosquetes, aunque seguro que más de uno es diabético y seguro también que se olvidarán de confesárselo a su médico: un olvido piadoso. No seré yo la que los delate, ni se me ocurre romperles el hechizo.

Porque sí, parece un hechizo lo que los junta cada tarde a conversar. Un grupo bien equilibrado entre mujeres y hombres, aunque hay días que hay más de unas que de otros. Es evidente que se arreglan para salir: bien vestidos, bien peinados, bien aseados. Bien encarados. Alguno se lleva a su perro, que ya no es el único que le hace compañía, porque ahora también tiene su pandilla de amigos. Como la de los bancos de los jóvenes, pero más sosegada.

Pues eso, que la pelota se llevó el termo del café. Y se lo llevó directo a la cabeza de uno de los hombres que ya no la tenía muy bien de antes y que le destapó lo que las pastillas contenían a duras penas. Y el hombre se le tiró a la señora que repartía los rosquetes y se los quitó para dárselos de comer a las palomas, que también echan el día en la plaza, me había olvidado de decir. Y uno de los adolescentes se le tiró al hombre por darle de comer a esas «ratas voladoras» que no hacen más que traer enfermedades y lo tiró al suelo. Y el otro hombre fue a defender al primero, que ya estaba rodeado por más adolescentes que trataban de rescatarlo del que había sido golpeado por el termo del café, aunque ellos de eso ni se habían dado cuenta. Y la señora del termo fue a recogerlo de entre los manotazos y patadas que se estaban repartiendo, y ella también cobró. Y la señora de los rosquetes fue a recoger la bolsa con los que se habían salvado de las palomas y a tratar también de ayudar a la señora del termo del café, pero se cayó entre tantos brazos y piernas porque su equilibrio ya no estaba para tanto movimiento. Y los otros mayores fueron a tratar de salvar a las señoras para terminarse la merienda, pero terminaron todos enredados en el suelo.

Y la madre le dijo a Jaime: «Haz el favor de recoger la pelota y nos vamos pa casa ya, que mira la pelotera que has montado».

Parte médico: dos fracturas de cadera, una luxación de hombro, tres heridas en la cabeza, una que requirió observación en el hospital, una fractura de tobillo y cinco crisis de ansiedad. Tuvieron que venir varias ambulancias y la policía tardó un buen rato en despejar la zona.

Pues eso, que la asociación de vecinos ha convocado una reunión urgente con un único punto en el orden del día: valorar la peligrosidad de objetos contundentes como termos de café y sustituir los rosquetes por algo que no les guste a las palomas, aunque esto va a estar difícil. Ya les avisaré de que eso lo van a impugnar los de la pandilla de mayores, que ni se molesten en debatirlo.

La plaza tardó varias semanas en recuperar la normalidad, después de que los grupos de los bancos dejaran de recelarse mutuamente. Lo que tardaron en recuperarse los apósitos, las suturas, los vendajes, las cojeras o los ojos amoratados. 

Esta tarde estaban repartiéndose café otra vez, con los rosquetes dentro, ya remojados.

Jaimito estaba llegando a la plaza con la pelota debajo del brazo.

El resto estaba cada uno en su posición habitual.

Qué rico es recuperar la tranquilidad.

01 junio 2025

La casa de la esquina


Desde que frecuentaban el barrio donde ahora viven, desde hace casi treinta años, la casa siempre había estado cerrada a cal y canto, como tantas otras de los alrededores. Es un barrio antiguo, de los que fundaron la ciudad, ni pobre ni rico, algo abandonado por todos, propietarios y ayuntamiento, que de un tiempo a esta parte están tratando de recuperar para el circuito urbano: una gentrificación en toda regla, como dicen ahora. Las casas, olvidadas durante décadas, incluido por sus actuales propietarios, herederos indiferentes a las historias de sus paredes gruesas, ya no tienen entidad para posicionarse como las señoronas que fueron en sus tiempos robustos. Descalcificadas como ancianas osteoporóticas a las que se le deshacen las junturas, impotentes para ofrecer cobijo. 

Manuel y María, enamorados del barrio desde siempre, consiguieron instalarse después de mucho buscar en una de las casas bien conservadas, renovadas para el siglo XXI. Vivían encantados en el corazón del Santa Cruz más chicharrero posible, el de chancletas y camiseta de asillas. El de chuletada con la familia los domingos en el patio. El de los vecinos que se intercambian las papas y los plátanos. El de los niños jugando en la calle sin tráfico. El del mar a tiro de chola. Un barrio de los de antes.

Pero un día la casa de la esquina, enfrente de la de Manuel y María, dejó de estar cerrada. Alguien la abrió a golpes y se instaló sin pedir permiso, aunque ella era incapaz de acoger a nadie de pura decadencia. Los vecinos lo vieron como la violación a una anciana indefensa. Y no tanto por la intromisión, que muchas de las casas abandonadas han sido reconvertidas en hogares provisionales por gentes sin recursos, sino por la violencia de sus ocupantes. Agresivos, intimidantes, amenazaban con cuchillos a los vecinos que protestaban por sus escándalos diarios hasta altas horas de la madrugada. Sabían que algunos tenían antecedentes penales, así que los vecinos dejaron de moverse por las calles más allá de lo imprescindible, y las mujeres, siempre acompañadas. Los niños dejaron de jugar en la calle sin tráfico, por los gritos.

La policía debía intervenir cada día, vigilar a los indeseables nuevos inquilinos y también a los vecinos, irritados por lo que consideraban una intromisión intolerable. Cada día una nueva protesta, una nueva trifulca, más gritos, más amenazas… Intervino el ayuntamiento y al final, la justicia consiguió desahuciarlos.

Dejaron la casa ultrajada, humillada, más abandonada que antes, más impotente que nunca, más sola que ninguna otra.

Esa madrugada, los vecinos escucharon ruido en la calle, como si alguien estuviera tratando de derribar las tablas que habían colocado para sellar las puertas rotas y evitar nuevas incursiones. Avisaron de nuevo a la policía: encontraron a dos adolescentes tratando de acceder a la vivienda vacía. No era la primera vez que venían.

Samir y Dalil tienen catorce años y están en un centro de acogida. No tienen más referentes que los inquilinos de esa casa. Se asustan cuando llega la policía, pero se van con ellos al centro sin protestar, aceptando una acogida que los deja indefensos en una cultura ajena. Perdidos entre normativas y procedimientos administrativos, la casa de la esquina era el único anclaje a su mundo. Quizá no el mejor de los mundos, pero uno concreto que habla su misma lengua.