03 julio 2016

Presentación de “Al norte de abril”, de Claudio Colina, en El libro en blanco el viernes 1 de julio


Entramos en el núcleo duro de la Unión Europea gracias a una limpia escalera mecánica que nos eleva desde el vientre climatizado de la estación subterránea hasta un cruce del centro… El tren de cercanías atraviesa, sin sobrepasar la velocidad máxima permitida ni los niveles de ruido establecidos en la normativa comunitaria, arboledas políticamente correctas y pasos a nivel en los que las bicis, vehículos ecológicos que permiten el desarrollo sostenible, esperan su turno.
Así comienza Claudio sus veintiséis relatos hiperrealistas, secos, afilados, pero con muchas aristas para investigar, que toma su sugerente título de uno de ellos, “Al norte de abril”, aunque también podría haberlo tomado de este otro, “Bolas, esferas, líneas”, en alusión al mundo esférico sin principio ni fin, al mundo globalizado del Estado del Bienestar, con el que hace un juego de bolas a lo largo de todo el libro. El mundo del delirio de lo políticamente correcto, sin aristas: mi consejero me ha dicho que debo alejarme de los lugares con aristas. Un mundo en blanco en el que los matices vienen siempre del exterior, de los extranjeros, distintos, árabes, sudamericanos: todo trenzas azabache y sonrisa amable de unos andinos en una estación de tren.
Claudio nos muestra su particular viaje por varias ciudades europeas, Frankfurt, Dublín, Ámsterdam, Bruselas, Londres, Lisboa, Edimburgo o Reikiavik, todas ciudades del núcleo duro del Estado del Bienestar, para hacernos la aparente propuesta de visitar Canarias con ojos europeos, con la mirada globalizada de los ciudadanos comunitarios, porque no somos tan ultraperiféricos.
 Apareció el camarero, un magrebí delgado y moreno, con un bigote perfilado como un paréntesis… le pedimos unas Jupiler del tiempo (frías), pero notamos que el hombre se quedaba de pie junto a la mesa, como aguardando más órdenes. ¿Sucede algo?, le preguntó el agente en francés imperfecto. Y respondió, en imperfecto español, que bienvenidos a Bruselas, que se alegraba de encontrarse con un grupo de españoles, que era un sahariano emigrado a Fuerteventura y que había sido camarero en Las Galletas antes de instalarse en las tierras del frío con sus primos.
La deliciosa descripción de “El cruce de Arinaga” forma parte de una segunda propuesta para observar con otra mirada diferente, desglobalizadora, escondida detrás de lo visible según la normativa vigente:
Luego, entre badenes suaves y casas sin pintar, encontramos una carretera que miraba hacia el sur. Una carretera que empieza con la sequedad de los colores pardos, va ensanchándose luego hacia los ocres, y es dominada, cuando se adentra en los llanos sureños, por un amarillo cada vez más intenso. El cruce de Arinaga. Ella mira a derecha e izquierda, con los ojos entornados por el sol y las ventanillas del coche subidas para evitar el viento arenoso, en este lugar que no tiene nombre propio sino etiqueta de tránsito, de pasaje, de viaje a otra parte. Aceras anchas a medio pavimentar, bares de piscolabis y más viento arremolinado sobre las azoteas irregulares, rematadas a mano con bloques descarnados. Pero el amarillo es más intenso allá, a lo lejos, hacia la costa, entre las naves industriales que parecen implantes forzosos en la piel de la tierra, donde el océano corta de un tajo azul el color de la arena.
Y como máximo exponente de la globalización, el conductor del autobús había alcanzado el nirvana a través del pensamiento único: silbaba la cancioncilla del verano, impuesta a fuerza de billetes por los Cuarenta Demenciales; así como el recién empleado Yo mismo acababa de ser globalizado, era consciente de ello, y empezaba a notar las mutilaciones del pensamiento único en el mismísimo trigémino. Una sensación insípida, pero presente. […] Una empresa franquiciada especializada en la selección de personal había aceptado mi ridículum vitae para una multinacional del ramo de los desayunos, que me ofrecía un salario infinitesimal cual dosis homeopática y una gran libertad de movimientos en el marco del organigrama de la empresa, es decir: que un día trabajaría aquí, y otro allá.
            En ese instante me di cuenta de que el ochenta por ciento de las cosas que hago a lo largo del día no tienen ningún significado personal. […] A las seis de la mañana me despertó un resplandor. Salí del saco de dormir para subirme a una roca salpicada por las olas y contemplar el latido potente y mudo del faro de Rasca, la ráfaga que barre las incertidumbres de los viajeros. No de todos, solo del ochenta por ciento de ellos. El veinte por ciento restante prefiere seguir viviendo sus incertidumbres.
            Quizá en ese veinte por ciento esté incluido el café que borbotea en la cafetera de aluminio a las seis menos diez de la mañana está más vivo que el preso que espera frente a la puerta de la cárcel el día en que se cumple su condena. Por la tarde es mejor tomarse un café con leche.
            No puede evitar Claudio hacer un guiño al glaciarólogo profesor de su novela “Escaleno” en el relato “Fito y las burbujas”: En el hielo viejo de los glaciares han quedado atrapadas burbujitas del aire que se respiraba en la Tierra hace miles de años. Burbujas de atmósferas pretéritas aprisionadas como bocanadas en miniatura de una brisa de cuando no existía el tiempo, porque el tiempo no se medía.
            Por ahí se debatió sobre la irrealidad del tiempo y de que, en definitiva, el tiempo no existe, existe lo que hacemos con él.
            Y de ahí pasamos a si la realidad existe de verdad o nos la inventamos, si los relatos de Claudio son en realidad crónicas o de verdad ficción. Él no lo dejó del todo claro, nos remitió a la frase de Luis Aguilera con que nos introduce en su libro: Tenemos la necesidad de mentir porque partimos siempre de la convicción de que no se nos va a creer.

            Cada uno de nosotros sacó sus propias conclusiones, o quizá no. Les invito a que saquen las suyas leyendo los relatos en el veinte por ciento del tiempo que dediquen a navegar entre las incertidumbres del vivir.