Entramos en el
núcleo duro de la Unión Europea gracias a una limpia escalera mecánica que nos
eleva desde el vientre climatizado de la estación subterránea hasta un cruce
del centro… El tren de cercanías atraviesa, sin sobrepasar la velocidad máxima
permitida ni los niveles de ruido establecidos en la normativa comunitaria,
arboledas políticamente correctas y pasos a nivel en los que las bicis,
vehículos ecológicos que permiten el desarrollo sostenible, esperan su turno.
Así comienza Claudio sus veintiséis
relatos hiperrealistas, secos, afilados, pero con muchas aristas para
investigar, que toma su sugerente título de uno de ellos, “Al norte de abril”,
aunque también podría haberlo tomado de este otro, “Bolas, esferas, líneas”, en
alusión al mundo esférico sin principio ni fin, al mundo globalizado del Estado
del Bienestar, con el que hace un juego de bolas a lo largo de todo el libro.
El mundo del delirio de lo políticamente correcto, sin aristas: mi consejero me ha dicho que debo alejarme
de los lugares con aristas. Un mundo en blanco en el que los matices vienen
siempre del exterior, de los extranjeros, distintos, árabes, sudamericanos: todo trenzas azabache y sonrisa amable de
unos andinos en una estación de tren.
Claudio nos muestra su particular viaje por
varias ciudades europeas, Frankfurt, Dublín, Ámsterdam, Bruselas, Londres,
Lisboa, Edimburgo o Reikiavik, todas ciudades del núcleo duro del Estado del
Bienestar, para hacernos la aparente propuesta de visitar Canarias con ojos
europeos, con la mirada globalizada de los ciudadanos comunitarios, porque no
somos tan ultraperiféricos.
Apareció el camarero, un magrebí delgado y
moreno, con un bigote perfilado como un paréntesis… le pedimos unas Jupiler del
tiempo (frías), pero notamos que el hombre se quedaba de pie junto a la mesa,
como aguardando más órdenes. ¿Sucede algo?, le preguntó el agente en francés imperfecto. Y respondió, en imperfecto
español, que bienvenidos a Bruselas, que se alegraba de encontrarse con un
grupo de españoles, que era un sahariano emigrado a Fuerteventura y que había
sido camarero en Las Galletas antes de instalarse en las tierras del frío con
sus primos.
La deliciosa descripción de “El cruce de
Arinaga” forma parte de una segunda propuesta para observar con otra mirada
diferente, desglobalizadora, escondida detrás de lo visible según la normativa
vigente:
Luego,
entre badenes suaves y casas sin pintar, encontramos una carretera que miraba
hacia el sur. Una carretera que empieza con la sequedad de los colores pardos,
va ensanchándose luego hacia los ocres, y es dominada, cuando se adentra en los
llanos sureños, por un amarillo cada vez más intenso. El cruce de Arinaga. Ella
mira a derecha e izquierda, con los ojos entornados por el sol y las ventanillas
del coche subidas para evitar el viento arenoso, en este lugar que no tiene
nombre propio sino etiqueta de tránsito, de pasaje, de viaje a otra parte.
Aceras anchas a medio pavimentar, bares de piscolabis y más viento arremolinado
sobre las azoteas irregulares, rematadas a mano con bloques descarnados. Pero
el amarillo es más intenso allá, a lo lejos, hacia la costa, entre las naves
industriales que parecen implantes forzosos en la piel de la tierra, donde el
océano corta de un tajo azul el color de la arena.
Y como máximo exponente de la
globalización, el conductor del autobús
había alcanzado el nirvana a través del pensamiento único: silbaba la
cancioncilla del verano, impuesta a fuerza de billetes por los Cuarenta
Demenciales; así como el recién empleado Yo mismo acababa de ser globalizado, era consciente de ello, y empezaba
a notar las mutilaciones del pensamiento único en el mismísimo trigémino. Una
sensación insípida, pero presente. […] Una
empresa franquiciada especializada en la selección de personal había aceptado
mi ridículum vitae para una multinacional del ramo de los desayunos, que me
ofrecía un salario infinitesimal cual dosis homeopática y una gran libertad
de movimientos en el marco del organigrama de la empresa, es decir: que un día trabajaría aquí, y otro allá.
En ese instante me di cuenta de que el
ochenta por ciento de las cosas que hago a lo largo del día no tienen ningún
significado personal. […] A las seis
de la mañana me despertó un resplandor. Salí del saco de dormir para subirme a
una roca salpicada por las olas y contemplar el latido potente y mudo del faro
de Rasca, la ráfaga que barre las incertidumbres de los viajeros. No de todos,
solo del ochenta por ciento de ellos. El veinte por ciento restante
prefiere seguir viviendo sus incertidumbres.
Quizá en
ese veinte por ciento esté incluido el café
que borbotea en la cafetera de aluminio a las seis menos diez de la mañana está
más vivo que el preso que espera frente a la puerta de la cárcel el día en que
se cumple su condena. Por la tarde es mejor tomarse un café con leche.
No puede
evitar Claudio hacer un guiño al glaciarólogo
profesor de su novela “Escaleno” en el relato “Fito y las burbujas”: En el hielo viejo de los glaciares han
quedado atrapadas burbujitas del aire que se respiraba en la Tierra hace miles
de años. Burbujas de atmósferas pretéritas aprisionadas como bocanadas en
miniatura de una brisa de cuando no existía el tiempo, porque el tiempo no se
medía.
Por ahí
se debatió sobre la irrealidad del tiempo y de que, en definitiva, el tiempo no
existe, existe lo que hacemos con él.
Y de ahí
pasamos a si la realidad existe de verdad o nos la inventamos, si los relatos
de Claudio son en realidad crónicas o de verdad ficción. Él no lo dejó del todo
claro, nos remitió a la frase de Luis Aguilera con que nos introduce en su libro:
Tenemos la necesidad de mentir porque
partimos siempre de la convicción de que no se nos va a creer.
Cada uno
de nosotros sacó sus propias conclusiones, o quizá no. Les invito a que saquen
las suyas leyendo los relatos en el veinte por ciento del tiempo que dediquen a
navegar entre las incertidumbres del vivir.
Sí, Londres, esa ciudad grande, que me gusta percibir como una amalgama de ciudades pequeñas que se llevan mal entre sí. Con su gastronomía, sus tiendas y sus gentes amables y dicharacheras.
ResponderEliminarSí que fue una tarde estupenda, gracias a todos los que la hicieron posible, al primero a Claudio por ofrecernos sus palabras, luego a "El libro en blanco" por darnos la oportunidad de introducir matices y por supuesto a todos los asistentes por acudir.
ResponderEliminarLo siento, borré sin querer el comentario de "El libro en blanco"...
ResponderEliminarEste era el comentario borrado por error:
ResponderEliminarHola, fue una tarde agradable. De "Al norte de abril", destacamos el siguiente párrafo que nos ha gustado mucho:
Ten cuidado con la libra, que está carísima. Preséntate mañana en nuestra oficina a las nueva para darte la acreditación y los papeles. Ese recado, que dejó la secretaria en el buzón de mi móvil, fue lo primero que oí cuando pisé la estación Victoria, procedente de Gatwick. Atravesé el gran espacio interior, iluminado y defendido por una calefacción invisible, hasta llegar al ancho umbral, barrido por una llovizna pegajosa que caía sobre un aire frío y tenaz, un frío que -me di cuenta horas después- era lento y torvo como el agua mate del Támesis. Pasa un cab, que circula por el lado contrario. Otro. Y otro más, pintado de rosa.
¡Un saludo!
Un libro notable.
ResponderEliminarQué pena haber perdido la oportunidad de debatir sobre él con s autor!
Espero a la siguiente presentación!