Viaje de ida
Filiberto y Antonio nacieron el mismo día. Sus madres los paseaban panzudas por el pueblo, cogidas del brazo. Las otras, envidiosas entre medias de sus propias panzas, les criticaban tanta amistad.— Pa mí que se preñaron la misma noche.
— Y vete a saber de quién es quién.
— Sí, vete tú a saber, entre tanto rebujón…
Pero ellas seguían a lo suyo, que era bordar los ajuares para otras menos mañosas. Los de ellas se los fueron haciendo desde chicas, que en sus tiempos no se llevaba hacer otra cosa. Filiberto y Antonio crecieron entre los hilos de las conversaciones tejidas por las tardes alrededor del café.
— Voy a hacer una jicarita de café.
— Pues sí, y trae los rosquetes que le compré a Maruca, que están fresquitos.
Y Filiberto y Antonio andaban vestidos por el pueblo, porque sus madres les cosían la ropa a conciencia, y calzados, porque sus madres les compraban los zapatos con los ajuares vendidos, mientras los demás andaban descalzos y mal ajeitados. Las otras madres también opinaban de los chicos: sin nada que vender, regalaban sus quejas.
— Fíjate tú, si los visten como de Primera Comunión para ir a embarrarse en el fango.
— Yo, ¡ni por cuánto visto así a mi Pedrito! Ni los domingos.
Las madres y los hijos siguieron a lo suyo.
Filiberto y Antonio no sabían lo que eran: no eran hermanos ni primos, pero tampoco amigos como los demás… Eran los hijos hasta que fueron los padres. Crecieron juntos en el mismo pueblo, con los hijos de las otras, hasta que ya nadie se acordaba de cómo lo habían vestido o calzado de chico, ocupado cada uno en vestirse de grande y en calzar a sus hijos chicos. Cada uno a lo suyo.
Filiberto tenía mano con las tijeras y la navaja, algo heredaría de la maña de su madre, y la utilizó en su barbería, la única que hubo en el pueblo durante toda su vida. Antonio era más de conversar, entrenado en las tardes de costura, así que puso la venta para seguir conversando.
En la barbería de Filiberto también se conversaba: la cháchara empezaba en la venta y continuaba en la barbería o al revés. Y también se la llevaban al bar, pero Filiberto y Antonio no eran de bebidas blancas, con lo que esas se las perdían. Ellos eran más de la casa, y poco contentas que tenían a sus señoras, encantadas de lo cumplidores de sus maridos con sus deberes matrimoniales: la envidia de otras, mal cuidadas.
Y entre vete y dile, dimes y dijeron se les fue gastando la vida, sin prisas, sin tardanzas. La vida toda recorrida sin moverse del pueblo, sin separarse de ellos mismos: para qué, si allí lo tenían todo, ninguna necesidad. Su viaje empezaba y terminaba allí mismo.
Filiberto pelaba, afeitaba…
Antonio vendía, fiaba…
Los hijos se fueron a estudiar a la ciudad, porque lo que sí tenía el pueblo es que había que estudiar por todo lo que no habían estudiado los de antes, así que allá se fueron todos ellos; y de allá volvían, también todos juntos, con las calificaciones impolutas, que estaban mal vistas las manchas: «¡Con lo que se sacrifica tu padre…!».
Y los hijos se quedaron a trabajar en la ciudad, incluso se mudaron a otras ciudades más lejanas, hasta algunas en las que hablaban raro. Y volvían en verano, también con las calificaciones para mostrar en el pueblo: familia de fuera, coche importado, hijos bilingües. Sus viajes siempre eran de ida y vuelta.
Y los padres los recibían a todos igual que cuando volvían de la universidad: con ilusión, con esperanza.
Los padres cada vez más viejos.
Los hijos cada vez más lejos.
Los hijos de Filiberto y Antonio se habían casado bien: las conocieron en la universidad y desde allí empezaron a crear sus éxitos. Los éxitos de ahora, que no son como los de antes. Los de ahora no son como los de Filiberto y Antonio, que disfrutaban de comer en casa todos los días, de que no se acabara la tarde sin haber sabido el uno del otro, como cuando chicos, de la misa de los domingos vestidos de guapos, de si alguno había estado con mocos o dolor de barriga, de sus cosas… Los de ahora son de otro tipo, y ellos no entienden que sus hijos disfruten llegando tarde a casa, viéndose de verdad solo los domingos, ya sin misas, porque los otros días están ocupados creando más éxitos para llegar más tarde a casa para verse solo los domingos… Los hijos bilingües crecen sin aprender la lengua de la madre, aunque hablen el mismo idioma, ocupados también en contribuir a los éxitos familiares desde que se les despierta el pensamiento: «Qué listo Pablito, me ha aprobado todo. Con cuatro años ya apunta maneras, este va para abogado».
No, en el pueblo los éxitos eran otros. Éxito por que los hijos triunfaran, sí, pero sobre todo por que les vinieran a contar sus triunfos, por que les vinieran a preguntar por sus miedos, por que les vinieran a cobijar como niños, a consolarles el alma de vuelta, como hicieron con ellos. A devolverles los abrazos.
Pero no, no hay tiempo, y Filiberto y Antonio se consuelan con las migajas de tiempo que desenlatan sus hijos del envase conseguido con tanto éxito. Tiempo de desecho para acallar la conciencia por querer olvidarse de ellos: tan de pueblo, tan lentos, tan antiguos. Vidas paralelas cada vez más separadas. Viajeros sin tiempo.
Filiberto ha estado enfermo, el médico le ha dicho que guarde reposo, así que ha tenido que cerrar la barbería. Antonio y su mujer lo acompañan para que la mujer de Filiberto pueda descansar.
— Llamo a tus hijos. Yo creo que deberían venir.
— Déjalos, Antonio, que sabes que están muy apurados.
— Pero lo mismo se acercan unos días.
— Que no, que ya bastante tienen con sus cosas.
Y los hijos de Filiberto no se pudieron despedir, ni tampoco Filiberto de ellos: no hubo tiempo.
Filiberto y Antonio no murieron el mismo día, pero para Antonio fue como si empezara a morirse cuando se despidió de su amigo. No sabía vivir sin él.
El viaje de la vida es solo de ida.