29 octubre 2024

El camión limpio

El camión del ayuntamiento aparca en la plaza cada dos martes. Todo el día. Desde la mañana a la noche. Un operario se ocupa de recoger los despojos de la tecnología para llevarlos después al punto limpio con el camión, que si no, nosotros no los llevamos. Eso es así.

    Todo el día en el camión, de la mañana a la noche.

    O por los alrededores del camión, hablando con la gente, siempre de buen humor. Contento con su participación en el mundo. Conversando con la gente de la plaza, integrado como si fuera del barrio cada martes. Y los demás días se integrará en los otros barrios de su recorrido limpio.

    Lleva ropa fluorescente, es el uniforme del ayuntamiento. Orgulloso de llevar uniforme porque así también lleva dinero a casa. Contento.

    Y tiene barriga, la verdad. Poco ejercicio hará el pobre, todo el día moviéndose solo por los alrededores del camión. Pero contento, eso sí, hablando con todo el mundo, agradeciendo la contribución de cada uno a su camión. Yo me paso las semanas tratando de encontrar por casa algo que llevarle al hombre para que se ponga contento. Supongo que se sentirá mejor cuanto más lleno se lleve el camión. Para eso está ahí. Es su trabajo y lo hace bien, con ganas.

    Esta tarde estaba el camión abierto, como siempre, pero ya era de noche y chispeaba, así que el hombre se sentó dentro con la luz encendida. No había mucha gente en la plaza con quien hablar. Yo ya le había acercado mi contribución de la semana por la mañana. No fue mucho: un artilugio eléctrico contra los mosquitos que ya no recordaba de dónde había salido, pero lo suficiente para quedarme tranquila. Las semanas que no encontraba nada que llevarle pasaba por el camión haciéndome la distraída, no fuera el hombre a pensar que me estaba desentendiendo de mis obligaciones tributarias con la basura.

    El hombre estaba sentado dentro, con la barriga fosforescente rodeándole la cintura como al muñeco Michelín. Sonreía leyendo un libro de tapa dura, rojo envejecido y de páginas amarillentas. Quizá alguien se lo llevó confundido y él aprovecho para reciclarlo. En su camión todo tiene varias vidas, y el también.

    La próxima semana le llevo más libros.




07 octubre 2024

Carta a la amada, de Xavier P. DoCampo

Querida:

No creo que sea un disparate que te envíe una carta, porque todo lo que he escrito siempre ha sido una larga carta que te dirigía. Además, era una carta con trampa, pues siempre podía espiar tu cara mientras la leías. Nunca estabas lejos, siempre a una distancia tan corta que podía ver tus ojos y tocarte con mi mano.

Puedo escuchar tu palabra e inventar la palabra que deseas para entregártela como mi mejor regalo. Estoy convencido de que son las palabras lo que más nos une. Tú sabes que siempre he dicho que contar un cuento es el acto de amor más sublime que se puede ofrecer a un ser querido. Los amantes se cuentan cuentos para que el amor habite entre ellos y nunca los abandone. Es el conjuro más poderoso para ahuyentar cualquier hechizo que se pueda preparar para destruir el amor. ¿Contaba cuentos Sherezade cada noche para conjurar la muerte? No..., lo hacía para seducir al rey Sahriyar en las redes de la palabra. Preparó aquella rueda sinfín de cuentos para que el amor fuese brotando en su corazón. Para ella la muerte era el desamor de aquel hombre que, poco a poco, iba siendo presa de la palabra; y por ella, por la palabra, se le metió dentro aquella mujer que parecía la dueña de todas las palabras.

Pues ya ves... Tú y yo, igual. Las palabras fueron nuestro cobijo más suave y amable. En él nos sentíamos tan a gusto que no queríamos salir. Cuántas palabras le robé a la literatura para llevártelas a ti como quien lleva una valiosa ofrenda al altar. Cuántos poetas me prestaron las palabras que más me emocionaban para emocionarte. Eso es la literatura: una emoción compartida. Qué hermoso juego de complicidades fue la mano que nos tendíamos el uno al otro llevando en ella el libro que contenía las palabras que nos queríamos decir. Los libros fueron el lugar de encuentro al que íbamos buscándonos, hasta el punto de amarlos como objetos preciosos. Verte tocar un libro, mirar cómo pasabas tu mano por la portada muy lentamente, con suavidad, era como ver tu mano cuando me acaricias. Pensaba: «Así caminan tus manos sobre mi piel». Después lo tocaba y era como leer tu caricia.

Y, entonces, quise ser escritor para entregarte mis palabras, aquellas que inventaba sólo para ti. Y en todos estos años conseguí escribir unas pocas líneas que te vi leer con emoción, la misma emoción que me oprimía el alma y que me cerraba la garganta al escribirlas. Una nueva emoción compartida... ¡Otra vez la literatura!... La magia de las palabras...

Y aquí estamos... Seguimos en el camino, recogiendo palabras hermosas. Dentro de poco nuestras manos, esas que acarician las portadas de los libros, las mismas que se tocan y se buscan mientras leemos un poema en voz alta; esas, con las que nos ofrecemos las palabras encerradas en un libro, comenzarán a mostrar las manchas que nos avisan que el tiempo se agota. Seguiremos buscando palabras nuevas y estoy seguro de que, en ese momento, seremos más generosos que nunca al compartirlas. Y seguiré deseando tocarte..., y llegar a tu lado..., y besarte los pies, porque, dicho también ahora con palabras prestadas: «Bajo tus pies está el Paraíso».

Te quiero.

Ilustración: Raquel Marín

04 octubre 2024

Popota


Qué culpa tendrán los gatos negros de haber nacido así. Es como si tuvieran culpa de haber nacido gatitos, porque nacen así, chiquitos. Digo qué culpa tendrán de que a los humanos nos haya dado por responsabilizarlos de todo lo que nos sale mal después de que se nos crucen en el camino. Que se nos cruza un gato negro mientras caminamos y luego nos torcemos un tobillo, pues ya sabemos por qué; que se nos cruza mientras conducimos y luego nos estampamos en una esquina, pues nada que ver con habernos saltado un ceda el paso; que se nos cruza y cuando llegamos a casa se ha roto la nevera, pues…

            En fin, que yo no creo en esas cosas, que me parecen tonterías de brujas y cuentos de hadas. Por eso nunca me preocupó encontrarme con el pobre gatito negro que llevaba atado uno de los asiduos de las Ramblas. Como si fuera un perro, el pobre, que debía de pasar una vergüenza, porque si de algo reniegan los gatos es de que los comparen con los perros, ellos, tan distinguidos, tan listos, donde vamos a comparar… Pues eso, el pobre gatito iba con el hombre a todas partes. Pobrecito, se le veía resignado, como aceptando la fatalidad de su cautiverio al aire libre.

            Y qué guapo era, y listo, sabía que me fijaba en él y cuando nos encontrábamos, me miraba de frente, como si me quisiera decir algo, que lo rescatara, pensaba yo, pero tampoco lo sabía seguro. A veces, parecía que pretendía intimidarme, que otra más supersticiosa que yo habría corrido a hacerse un rezado, pero yo no, que ya les dije que no creo en esas cosas.

            Alguna vez me llegué a plantear quién llevaba atado a quién, porque la verdad, el humano que le tocó estaba bastante de atar. El hombre dormía en los bancos de la calle y, algunas veces, directamente en el suelo, pero no en lugares asocados, protegidos, sino en medio de la calle, tumbado en perpendicular a las paredes o los parterres de las plantas. Según donde le diera por dormirse, había que tener cuidado con no tropezarse con él. Y el gato enroscado al lado, vigilando hasta con los ojos cerrados, sin perder detalle.

            Una mañana salí más temprano de lo habitual caminando hacia el trabajo. Era noche cerrada. Solía encontrarme con la extraña pareja casi todos los días en mi recorrido por las Ramblas. Ese día también estaban: dormían en uno de los bancos. Bueno, dormía el hombre, porque el gato me miraba con determinación hipnótica, como si tuviera algo preparado para mí. Como si me estuviera esperando. No sé por qué —bueno, sí lo sé— me acerqué hasta sus dominios. No sé por qué —bueno, sí— lo desaté con sigilo. No sé por qué me quedé parada contemplando cómo se marchaba tranquilamente de camino al barranco, sin prisas. Cómo me echó una última mirada antes de desaparecer negro sobre negro.

            Menos mal que el hombre no se despertó en ese momento, porque si no me hubiera encontrado allí pasmada y hubiera empatado con lo de la liberación del secuestrado tizón. 

            Cuando se marchó el gato, fue como el segundo despertar del día. Seguí hacia mi trabajo pensando en tomarme un café nada más llegar: negro, muy negro. No conté nada a mis compañeros porque no estaba segura de haber hecho una buena obra, por si acaso…

            No volví a ver al hombre, pensé que se desriscaría buscando al gato en el barranco, porque seguro que sabría hacia dónde se fugó, o que se mudó de barrio, o que se fue para el otro barrio… yo que sé.

            Unos meses después me invitaron a una charla TED en el TEA —vaya, casi me sale un pareado—. Me pareció que el tema sería interesante: Blanco sobre negro, un reencuentro. El ponente empezó presentándose:

            —Me llamo Ismael, y he vuelto no sé de dónde. Les seré sincero, el motivo fundamental por el que imparto estas charlas es por si encuentro a alguien que pueda rellenarme los huecos que tengo en el cerebro. Como no puedo empezar por el verdadero principio, porque no lo conozco, empezaré por el que sí conozco, que es realmente el segundo principio. 

            A mí me sonaba esa cara, pero de qué…

            —Una mañana me desperté en un banco de la Rambla, en medio de Santa Cruz, sucio, envuelto en harapos, y con un hambre que parecía venir del principio de los tiempos, que era mi caso. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí, sigo sin tener la menor idea. No sabía de dónde venía ni a dónde ir, pero como el hambre es una gran orientadora, le pregunté al señor del quiosco que está junto al banco y que acababa de abrir si sabía dónde podía comer sin dinero. Me dijo: «Ismael, tú ya sabes que tienes que ir al albergue, que todos los días te comes mi bocata. Venga, toma, ya está, yo me compro otro después en el bar». Así aprendí de golpe que me llamaba Ismael y que, por lo visto, aquel era mi barrio y había quien me conocía mejor que yo mismo. El hombre siguió: «Por cierto, ¿dónde tienes a Popota? ¿Se te escapó?». No tenía ni idea de a qué se refería, pero no podía preguntarle por todas mis lagunas de golpe, así que le dije que creía que sí. «Es que ya se sabe que los gatos no sirven para estar amarrados». 

            »De esto hace unos nueve meses, y tengo que agradecerle a Manuel, que así se llama mi amigo el del quiosco —que me prometió que vendría a escucharme, así que estará por ahí, entre ustedes—, que me haya ayudado tanto en mi reencuentro con el mundo. Me contó de mis andanzas con el gato, que no sabía de dónde lo había sacado, y me apoyó en toda mi recuperación. Incluso me ayudó a encontrar trabajo en el bar de enfrente y pasé a prepararle yo mismo los bocatas.

            »Y hablando y hablando con la gente que iba al bar, que ya se sabe que los camareros van antes que los psicólogos, un señor me invitó a impartir un día una charla motivacional en su empresa, y desde ahí hasta aquí ha ido todo rodado.

            »El día en que firmé el contrato con mi actual empresa, se me pasó una idea un poco loca por la cabeza y quería contrastarla, así que fui a hablar de nuevo con mi amigo Manuel para preguntarle de qué color era Popota: «Negro tizón», me contestó.

            »Yo, porque no creo en estas cosas, pero haberlas, haylas.

            Claro que me sonaba la cara, y menos mal que yo no creo en estas cosas, pero así y todo, voy a ver si encuentro al gato en el barranco, tengo una conversación pendiente con él.


Nota: Popota es el gato de El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov.