06 septiembre 2025

Una madre es para siempre

Carmela siempre fue una madre ejemplar con su hermana Nila. Le llevaba 11 años, así que la crio como si la hubiera parido. Así le dijo su madre que tenía que hacer: «Cuida de tu hermana, que yo tengo que atender la casa y tú ya eres grande para ocuparte de ella». Aunque en realidad no siempre fue tan madraza: de chica le daba bastante rabia tener que estar todo el día pendiente de la hermana, que además salió bastante desinquieta y no podía perderla de vista. Cuando era adolescente, más de un sábado no pudo salir con las amigas porque tenía que cuidar a Nila. Ahí la odió todo lo que pudo, y no llegó a tratar de deshacerse de ella porque en ese momento no se le ocurrió. Si había fiesta en el barrio, ella tenía que cargar con la hermana; si quedaba con las amigas por las tardes después de hacer la tarea, tenía que llevar a Nila; incluso el primer morreo con el primer novio se lo tuvo que dar en un despiste de la niña. Una cruz como otra cualquiera. Y cuando se le quejaba a la madre de que esa hija no era suya, le contestaba que si no veía todo lo ocupada que estaba con la casa, que ella era la mayor y tenía la obligación de cuidarla: ninguna rendija negociadora.

Pasaron los años y Carmela se fue haciendo con Nila, si tenía que cuidarla, se organizaría por su cuenta. La madre ni se percató del asunto. Así, poco a poco, Carmela se fue convirtiendo en la madre y Nila en la hija hasta que se olvidaron de que esto no era exactamente de esa manera. Recordaban un día en el que Nila volvió del colegio y le pidió permiso a Carmela para ir a una excursión delante de la madre verdadera, que se quejó de que si ella no pintaba nada allí. Las hijas no quisieron replicarle que era justo lo que ella había querido.

Pasaron más años y las dos hermanas se casaron y crearon sus respectivas familias, pero siempre vivieron cerca, y Carmela nunca dejó de ejercer su maternidad primeriza con Nila. El resto de sus hijos los crio al natural, pero la primera era diferente. Siempre estuvo al tanto de los devenires de la casa de Nila, muchas veces más de la cuenta.

Y así siguieron hasta que se quedaron las dos viudas, viviendo frente por frente en el mismo piso. Carmela ya ha cumplido los noventa, y Nila todavía no ha cumplido los ochenta. Las dos viven solas. Bueno, en realidad no.

—¿Que si vivo sola? ¿Cómo voy a vivir sola? Ya quisiera yo. Con mi hermana eso es imposible. Aunque viva al otro lado del pasillo y tenga noventa años, me vigila continuamente. Como se aburre… Yo no necesito alarma, en mi casa no se atreven ni los ocupas, que ella los echaría en un momento. Yo creo que cuando mi madre le dijo que me cuidara se olvidó de decirle hasta cuándo, y ella cree que el mandado sigue vigente. Entonces, ahora si salgo a comprar, cuando vuelvo abre la puerta para preguntarme de dónde vengo; si vienen mis hijos a comer, me toca para saber quién vino y a qué… Si voy al súper y le pregunto si necesita algo, me dice que no, pero luego cuando llego me dice que está sin leche o sin café o sin aceite, para hacerme volver. Porque ella ya está mayor para ir al súper. Pero para lo que no está mayor es para bajar sola a tomar café a la plaza con las amigas, que le tengo dicho que avise para acompañarla que se puede volver a caer. Para eso no. Que hace unos meses se rompió una cadera en una de esas caídas y la tuvieron que operar. Y mira que dicen que a las personas mayores les cuesta recuperarse de las fracturas de las caderas, y que algunas no se recuperan más, pero ella sí, ella se ha recuperado perfectamente y ya ha vuelto a las andadas con su cadera nueva, nunca mejor dicho.

—La pobre, está mayor.

—¿Mayor? De eso nada. Hace muchos años que se está cobrando mis mortificaciones de hermana chica. Yo creo que se lo debió de prometer a mi madre cuando murió: «No te preocupes, que yo la cuido, muérete tranquila». Y hasta la fecha.