26 octubre 2025

Mutuos cuidados

Antonio y Carmen no vivían juntos, pero como si vivieran, no son pareja, pero como si lo fueran, ellos se quieren como hermanos, porque lo son. Son hermanos de los que se cuidan mutuamente desde siempre, desde chicos, porque sus padres ya tenían bastante que cuidar y no les quedaba cuidado para ellos. Tampoco para los demás hermanos, que también se fueron cuidando entre ellos. Lo que Antonio y Carmen ya no se acordaban bien de quién se ocupaba de cada cual, porque además, se habían ido muriendo, así que les perdieron el rastro. El caso es que Antonio y Carmen son los únicos que quedan en pie, y bien puestos, por cierto, a pesar de los años. Antonio presume de ser el más joven, pero solo se llevan dos años: 86 y 88, y andan como punchas, los dos.

Los dos se casaron, tuvieron sus hijos, que volaron, enviudaron, y siguieron viviendo en la misma calle, los dos en las mismas casas desde el principio de sus tiempos. Ahora ya solos, pero cada uno en la suya.

Antonio es un dandi: alto y flaco, presumía con la ropa que le planchaba la hermana; usa sombrero para que no se le manche la calva con el sol y se perfuma siempre antes de salir a la calle, aunque solo sea un momento, incluso cuando se acercaba a la casa de su hermana, a la que iba varias veces al día para saber cómo estaba y tomarse el café con ella.

Carmen es hermana a tiempo completo: también flaca, no es tan presumida como Antonio, aunque va igual de planchada que él, faltaría más, que las vecinas están pendientes de todo; ella presume de que está como una puncha a sus 88 años, y así es.

Pero un día a Carmen le dieron unos mareos y las médicos empezaron a estudiarla. Antonio, preocupado porque la hermana siempre había sido su pilar, quiso que dejara de plancharle la ropa y le propuso contratar a una persona para que hiciera las tareas domésticas y que ella descansara, que bastante había trabajado ya.

—¡Qué dices! ¿En mi casa? De eso nada, en mi casa no entra una extraña para hacerme las cosas.

—Pero mujer, no ves que ya estás mayor y hace falta que te ayuden… en algún momento habrá que poner a alguien.

—¿Que yo estoy mayor? El que te oye es que tú eres un pibito.

—Bueno, yo soy más joven, y no me mareo, de momento…

—Que no, que a ti no te ha planchado la ropa más que tu Angustias y yo, y le prometí que yo me encargaba y no voy a romper ahora mi promesa. 

—Mira que eres testaruda, mujer. Que ya no estás para hacerlo todo tú sola, y no hace falta que me planches más las camisas, ponemos a alguien para que haga todo y ya está.

—Que no, te digo.

Una mañana, cuando Antonio fue a tomarse su café diario con Carmen, se la encontró tirada en el suelo con la plancha encendida a pocos centímetros de su cara, todavía cogida con la mano por el mango.

—¡Carmen! ¡Carmen! ¿Qué te pasa? ¡Despierta! ¿Qué te pasó? —gritó Antonio hasta alertar a los vecinos, que llamaron a la ambulancia—. ¡Ay, Dios mío! No te la lleves, que es todo lo que yo tengo —les dijo a las puertas de la ambulancia cuando las cerraron con su hermana dentro: confusa, pero viva.

Carmen estuvo varios días ingresada en el hospital en observación y salió con un marcapasos para controlarle justo eso, los pasos y que no volviera a perder pie. Del resto se ocupó su hermano, todavía no repuesto del todo del susto.

Cuando Antonio la llevó de vuelta a casa, Carmen se encontró con que el hermano se había instalado con ella. Toda la casa estaba impoluta y no había ropa que planchar. Hasta las plantas del balcón lucían como más frondosas que hacía unos días. La gatita, ya tan vieja como ellos, se acercó a saludarlos a los dos, encantada del acompañamiento. 

—Ya está, hermana. Me vine a tu casa porque es más grande que la mía y tiene más luz. Ya tengo apalabrado alquilar la mía y así nos ayuda a pagar a Felisa, que va a venir a arreglar la casa tres veces a la semana. Y tú, siéntate aquí. —No le dejó turno de réplica.

—Pon el café al fuego —contestó la hermana, agradecida.

19 octubre 2025

Nieblas advectivas

Imagen extraída de RRSS

Amaneció raro en Santa Cruz. En pleno calor de agosto, cuando salí temprano para incorporarme al trabajo después de las vacaciones, mi calle estaba envuelta en una niebla fina, como de algodón de azúcar. En Santa Cruz nunca hay niebla… bueno, casi nunca, a veces sí, pero no en agosto. Se veía bien a caminar, pero se borraba el final de la calle, como si se hubiera desdibujado el contorno de las cosas, de los edificios del barrio, de los árboles de la plaza, de los columpios del parque. Todo borroso, húmedo y caliente. Todo convertido en una irrealidad doméstica. Todo raro y confuso.

La calle estaba tranquila, bastante solitaria para la hora, aunque en agosto la ciudad se vacía hacia las playas, pero no tanto. Seguí caminando al trabajo, hacia la niebla algodonosa desgajada, a ratos más densa, a otros diluida. Caminaba por la calle de siempre, todo era conocido, pero la niebla hacía diferentes a las cosas, como si de pronto el barrio se hubiera hecho extranjero en mi propio barrio. Empecé a notar que en los espacios en que la niebla era más densa, yo andaba más despacio, no sabía por qué: no me cansaba, nada me impedía ir más deprisa, pero no conseguía mantener mi paso habitual. 

Poco a poco la niebla iba espesándose, lo iba cubriendo todo y yo me iba confundiendo con ella. No tenía miedo, era mi casa, mi camino, mi trabajo. Tenía que ir, debía ir y quería ir. ¿Qué hacía esa niebla extranjera en mi casa? Seguí caminando, se disolvería en algún momento. También poco a poco recuperé mi ritmo de caminata habitual, a la vez que la niebla iba despejándose: hacia atrás se compactaba, hacia adelante lucía de nuevo el sol.

Llegué al trabajo y saludé al personal de seguridad, el primero que me encuentro cada día al llegar al centro, que me respondió algo que no entendí, pero supuse que no le había escuchado bien. Me fui a mi consulta y encendí el ordenador. Al levantar la vista mientras se abría el programa, todavía inquieta sin saber bien por qué y convenciéndome de que simplemente se trataba de un fenómeno atmosférico inusual, que seguro que a lo largo del día nos lo explicarían en las noticias, no era capaz de comprender la cartelería de siempre repartida por la consulta: aunque me quedaba claro que era la de siempre, estaba escrita en otro idioma. El ordenador también se abrió en otro idioma, los programas eran los mismos de todos los días, pero en otra lengua. Empecé a sudar. Entró la enfermera en mi consulta a saludarme, alegre y amable, como es ella, pero no entendí lo que me dijo. Me mareé.

Me desperté en una camilla de urgencias. Mi marido me cogía la mano y trataba de animarme, tan cariñoso como es él. También en otro idioma. El sol brillaba a través del ventanal, hacía mucho calor.

12 octubre 2025

Niñiperros y perriniños

Un niño semidesnudo paseaba a su madre por el parque. Con el calor, daba un poco de envidia no poder imitarlo. Aunque solo por lo de la ropa, porque la verdad es que ir descalza como el niño por aquella tierra sobre la que tantos colegas perrunos, colegas de paseo, digo, llevaban transitando desde hacía unas cuantas generaciones no es que fuera de envidiar. El niño corría, se subía y se bajaba de los bancos, se metía entre las matas, caminaba por la tierra triturada por tantas patas. La madre lo dejaba hacer. Lo animaba a hacer sin limitaciones impertinentes sobre restricciones culturales: ropa, zapatos, las cosas del suelo no se llevan a la boca… Así crecería mejor, más natural. Una madre no tan joven como las de antes, porque ahora, para tener un hijo hay que tener tiempo para organizarse, no como antes, que se paría sin pensar.

Una señora de las de antes, ya con todos sus hijos paseados a su debido tiempo, probablemente con ropa y zapatos, que al parque no se va de cualquier manera, ya sin hijos a los que pasear, paseaba a un perro lanudo en un cochecito perruno. El perro blanco, o la perra, porque llevaba un vestidito rosa y estas señoras son mucho de rosa para ellas y azul para ellos, se paseaba orgullosa en el vehículo propulsado por su ama, o su criada, que la cara de la perra tenía hasta expresión. Hasta parecía mirar con displicencia al pasar, arrogante y engreída de su propia belleza, peinada de peluquería.

Ya no se puede ir a pasear al parque para relajarse, porque en cualquier rincón le asaltan a una intensas cuestiones existenciales del calibre de «de dónde venimos», pero sobre todo, «a dónde vamos a parar». Tengo que buscarme otro lugar de esparcimiento…