09 diciembre 2025

Caracteres dominantes


El niño nació prematuro, dijo la madre, aunque para el bautizo ya se le veía bastante recuperadito, y eso que no tenía ni tres meses. Es que los niños de hoy crecen más rápido. Y allí estábamos todos los convocados a la macrofiesta que el padre septuagenario había organizado, pagado, para la ocasión, que ya no iba a organizar ninguna más… en principio. Los hijos cuarentones del anfitrión con cara de circunstancias: no iban a dejar de asistir y que el padre los desheredara, que todavía estaba a tiempo de ajustar el testamento y ahora eran uno más para repartir. Y con aquel enano morenazo, que se le veían los rasgos caribeños desde el Maxi Cosi: salió todo a la madre. Es verdad que lo rubio se hereda menos, parece que son rasgos recesivos, nada que hacer con los dominantes del trópico. Eso decía el padre, que no tuvo nada que hacer: lo embrujaron. Allí estaba, privado con su hombría revitalizada.

El notario llegó a la hora prevista —a este lo pagaron los hijos—, justo antes de que las aguas bautismales limpiaran al recién nacido del Pecado Original, o del pecado en general, no sé muy bien. La madre del niño hizo por sincoparse. El padre se sincopó de veras. El caso es que aprovecharon el mismo notario para redactar el testamento con la herencia distribuida a partes iguales entre los legítimos herederos. Los verdaderos.

08 diciembre 2025

Mi Primera Comunión


Yo tenía ocho años y era la primera vez que mis dos familias se reunían alrededor de la misma mesa. ¡Qué bonito! ¡Qué ilusión con los preparativos! Mi madre me dejó elegir el vestido: color rosa con volantes y una pamela, todo un atrevimiento para estar empezando a liberarnos de la vestimenta religiosa de rigor. ¡Qué lindo me quedó! La envidia de mis amigas, muy comentado después en el pueblo: «Esa es la que hizo la Primera Comunión con el traje rosado». Y yo, privada, orgullosa de mi buen gusto, ¡qué guapa iba!

De la ceremonia solo me acuerdo del principio, porque yo no había ido a catequesis, una laguna formativa que he arrastrado toda mi vida y que algunas de mis amigas, educadas en colegios religiosos, se han esforzado en reducir, con éxito irregular. Mi madre le dijo al cura del pueblo que ella no me podía llevar los domingos a la catequesis porque nosotros salíamos, y ahí quedó la cosa: él ni le replicó. Pues eso, que no me acuerdo bien porque llegamos tarde, entretenidos en hacernos fotos en la plaza, cuando ya toda la comitiva estaba colocada en la iglesia: los niños, a la izquierda, las niñas, a la derecha.

—Mamá, ¿y yo qué hago?

—Tú haces lo que haga la de delante.

Me quedé tranquila: ¡qué fácil iba a ser aquello de la Primera Comunión! A ver si terminábamos pronto para irnos a la fiesta. No recuerdo mucho más, así que fácil debió de ser.

La mesa estaba preciosa, atiborrada de comida, que si no daba mala imagen. La familia de mi madre trajo conejo en salmorejo, picante, que si no no sabe a nada; la de mi padre, los postres, dulces, que ya amarga era la vida. El caso es que la comida resultó más difícil que la ceremonia, quizá porque tampoco la habíamos ensayado: a la familia de mi padre le pareció un insulto aquel conejo tan picante, con lo que se habían esforzado en darle el punto al quesillo; y a la de mi madre le pareció que se habían pasado con el dulzor del postre, que era incomestible, con el tiempo que le habían dedicado a preparar aquel conejo tan sabroso.

Pa aguafiestas, mi familia: no nos dejaron ni empezar a jugar.

—Venga, que nos vamos.

—Pero ¿cómo nos vamos a ir ya, si acabamos de terminar de comer?

—Por eso mismo, porque ya terminamos de comer.

Y mis padres y yo nos quedamos solos con todas aquellas sobras. Pero mi padre reconvirtió enseguida y avisó a todos los vecinos para que acudieran a rescatarnos. ¡Qué fiesta tan divertida! Todavía la recuerdo y me emociono… 

—No, de mi familia no he sabido más.