04 octubre 2024

Popota


Qué culpa tendrán los gatos negros de haber nacido así. Es como si tuvieran culpa de haber nacido gatitos, porque nacen así, chiquitos. Digo qué culpa tendrán de que a los humanos nos haya dado por responsabilizarlos de todo lo que nos sale mal después de que se nos crucen en el camino. Que se nos cruza un gato negro mientras caminamos y luego nos torcemos un tobillo, pues ya sabemos por qué; que se nos cruza mientras conducimos y luego nos estampamos en una esquina, pues nada que ver con habernos saltado un ceda el paso; que se nos cruza y cuando llegamos a casa se ha roto la nevera, pues…

            En fin, que yo no creo en esas cosas, que me parecen tonterías de brujas y cuentos de hadas. Por eso nunca me preocupó encontrarme con el pobre gatito negro que llevaba atado uno de los asiduos de las Ramblas. Como si fuera un perro, el pobre, que debía de pasar una vergüenza, porque si de algo reniegan los gatos es de que los comparen con los perros, ellos, tan distinguidos, tan listos, donde vamos a comparar… Pues eso, el pobre gatito iba con el hombre a todas partes. Pobrecito, se le veía resignado, como aceptando la fatalidad de su cautiverio al aire libre.

            Y qué guapo era, y listo, sabía que me fijaba en él y cuando nos encontrábamos, me miraba de frente, como si me quisiera decir algo, que lo rescatara, pensaba yo, pero tampoco lo sabía seguro. A veces, parecía que pretendía intimidarme, que otra más supersticiosa que yo habría corrido a hacerse un rezado, pero yo no, que ya les dije que no creo en esas cosas.

            Alguna vez me llegué a plantear quién llevaba atado a quién, porque la verdad, el humano que le tocó estaba bastante de atar. El hombre dormía en los bancos de la calle y, algunas veces, directamente en el suelo, pero no en lugares asocados, protegidos, sino en medio de la calle, tumbado en perpendicular a las paredes o los parterres de las plantas. Según donde le diera por dormirse, había que tener cuidado con no tropezarse con él. Y el gato enroscado al lado, vigilando hasta con los ojos cerrados, sin perder detalle.

            Una mañana salí más temprano de lo habitual caminando hacia el trabajo. Era noche cerrada. Solía encontrarme con la extraña pareja casi todos los días en mi recorrido por las Ramblas. Ese día también estaban: dormían en uno de los bancos. Bueno, dormía el hombre, porque el gato me miraba con determinación hipnótica, como si tuviera algo preparado para mí. Como si me estuviera esperando. No sé por qué —bueno, sí lo sé— me acerqué hasta sus dominios. No sé por qué —bueno, sí— lo desaté con sigilo. No sé por qué me quedé parada contemplando cómo se marchaba tranquilamente de camino al barranco, sin prisas. Cómo me echó una última mirada antes de desaparecer negro sobre negro.

            Menos mal que el hombre no se despertó en ese momento, porque si no me hubiera encontrado allí pasmada y hubiera empatado con lo de la liberación del secuestrado tizón. 

            Cuando se marchó el gato, fue como el segundo despertar del día. Seguí hacia mi trabajo pensando en tomarme un café nada más llegar: negro, muy negro. No conté nada a mis compañeros porque no estaba segura de haber hecho una buena obra, por si acaso…

            No volví a ver al hombre, pensé que se desriscaría buscando al gato en el barranco, porque seguro que sabría hacia dónde se fugó, o que se mudó de barrio, o que se fue para el otro barrio… yo que sé.

            Unos meses después me invitaron a una charla TED en el TEA —vaya, casi me sale un pareado—. Me pareció que el tema sería interesante: Blanco sobre negro, un reencuentro. El ponente empezó presentándose:

            —Me llamo Ismael, y he vuelto no sé de dónde. Les seré sincero, el motivo fundamental por el que imparto estas charlas es por si encuentro a alguien que pueda rellenarme los huecos que tengo en el cerebro. Como no puedo empezar por el verdadero principio, porque no lo conozco, empezaré por el que sí conozco, que es realmente el segundo principio. 

            A mí me sonaba esa cara, pero de qué…

            —Una mañana me desperté en un banco de la Rambla, en medio de Santa Cruz, sucio, envuelto en harapos, y con un hambre que parecía venir del principio de los tiempos, que era mi caso. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí, sigo sin tener la menor idea. No sabía de dónde venía ni a dónde ir, pero como el hambre es una gran orientadora, le pregunté al señor del quiosco que está junto al banco y que acababa de abrir si sabía dónde podía comer sin dinero. Me dijo: «Ismael, tú ya sabes que tienes que ir al albergue, que todos los días te comes mi bocata. Venga, toma, ya está, yo me compro otro después en el bar». Así aprendí de golpe que me llamaba Ismael y que, por lo visto, aquel era mi barrio y había quien me conocía mejor que yo mismo. El hombre siguió: «Por cierto, ¿dónde tienes a Popota? ¿Se te escapó?». No tenía ni idea de a qué se refería, pero no podía preguntarle por todas mis lagunas de golpe, así que le dije que creía que sí. «Es que ya se sabe que los gatos no sirven para estar amarrados». 

            »De esto hace unos nueve meses, y tengo que agradecerle a Manuel, que así se llama mi amigo el del quiosco —que me prometió que vendría a escucharme, así que estará por ahí, entre ustedes—, que me haya ayudado tanto en mi reencuentro con el mundo. Me contó de mis andanzas con el gato, que no sabía de dónde lo había sacado, y me apoyó en toda mi recuperación. Incluso me ayudó a encontrar trabajo en el bar de enfrente y pasé a prepararle yo mismo los bocatas.

            »Y hablando y hablando con la gente que iba al bar, que ya se sabe que los camareros van antes que los psicólogos, un señor me invitó a impartir un día una charla motivacional en su empresa, y desde ahí hasta aquí ha ido todo rodado.

            »El día en que firmé el contrato con mi actual empresa, se me pasó una idea un poco loca por la cabeza y quería contrastarla, así que fui a hablar de nuevo con mi amigo Manuel para preguntarle de qué color era Popota: «Negro tizón», me contestó.

            »Yo, porque no creo en estas cosas, pero haberlas, haylas.

            Claro que me sonaba la cara, y menos mal que yo no creo en estas cosas, pero así y todo, voy a ver si encuentro al gato en el barranco, tengo una conversación pendiente con él.


Nota: Popota es el gato de El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov.

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