28 septiembre 2024

Brotes verdes


La demolición del edificio marchaba a buen ritmo, incluso más rápido de lo que sus promotores hubieran imaginado: con lo que les costó convencer a las autoridades de que ese edificio no tenía nada que conservar para la posteridad… Ya se sabe que destruir es mucho más sencillo que construir. En realidad, nadie se había planteado el interés cultural de las austeras paredes lisas, sin aparente intencionalidad artística alguna, que conformaban la esquina justo antes del puente sobre el barranco de Santos. Pero ahora que las posiciones en el ayuntamiento se habían dividido, las opiniones en la calle también, que a la gente le gusta pertenecer a un bando para socializar. Así, habían surgido teorías de todo tipo en cuanto al sentido del proyecto incial: que si lo construyó un empresario acaudalado para albergar a todos sus parientes pobres; que si sus primeros moradores nunca acabaron de morirse y sus almas siguen transitando por las escaleras; que si sus últimos moradores, igual de pobres que los primeros pero más viejos, fueron realojados en pisos sin ascensor de barriadas periféricas. Nadie lo sabe seguro porque no han trascendido documentos que acrediten ninguna de las teorías, y ya se sabe que lo que no está escrito, desaparece o se modifica con las aportaciones de cada contador del cuento.

            En fin, que sea como fuera, nadie había podido detener el progresivo acortamiento de sus muros. Pero ahora llevaba unos días en el mismo punto, como si el proceso se hubiera enlentecido de repente. Pregunté por los alrededores, pero nadie parecía haberse dado cuenta. Sí es verdad que el señor del quiosco de la plaza que está justo enfrente me dijo que llevaba días sin escuchar la maquinaria rompedora, pero tampoco había caído hasta que se lo comenté: la ausencia de ruido no se nota.

            Pasaron los días y se reanudaron las tareas, pero poco a poco fue ostensible que uno de los muros no decrecía como los demás. Parecía que iba a sobrevivir a la purga, pero por qué. Para qué.

            Una tarde el edificio me cogió de paso en el camino hacia mis actividades y, como iba con tiempo y no había nadie en la obra que fuera a cuestionar mi curiosidad, pues me acerqué a investigar. Di la vuelta a la manzana destruida hasta que llegué a la pared que permanecía más alta. La revisé bien. Me llamaron la atención unas flechas marcadas con tinta negra en la única esquina conservada. Señalaban la cara interna de los muros. En aquella parte de la obra no habían colocado los paneles metálicos que suelen delimitar el área de influencia de las obras, para que a nadie le caigan cascotes en la cabeza, y solo había una tela plastificada. Miré alrededor, por si a alguien le pudieran interesar mis movimientos, pero no parecía que mis inquietudes fueran del interés colectivo, así que me colé. Lo que había dentro de los restos de lo que parecía un patio interior me sorprendió: una rama de laurel crecía frondosa desde dentro de la misma pared; una línea roja circundaba el contorno que la sujetaba al muro; la rama parecía mirarme desafiante, seguramente acostumbrada a mirar de esa manera a todo el que se le acercaba últimamente. Le saqué una foto para enterarme bien de su  importancia vital para ser capaz, aparentemente, de detener el derrumbe de su casa por encima de los intereses inmobiliarios del municipio. Para ser capaz de defender su sitio «por encima de su cadáver», y ganar la partida.

            Me pasé varios días haciendo averiguaciones entre los fijos del entorno de la obra demoledora, pero nadie sabía nada de lo que podría albergar ese presunto ex patio interior que nadie conocía. Una tarde me encontré a una anciana encorvada, porque sus vértebras soportaron peor el paso del tiempo que ella misma, haciendo por entrar a los restos del edificio por donde yo misma había accedido días atrás. Se me aceleró el corazón y me colocó toda la sangre en la cabeza para activarme el modo alerta. La seguí, esta vez sin detenerme a comprobar si alguien me miraba o no, pero cauta para que la señora no se asustara y se marchara corriendo. Entré detrás de ella. Ni me vio ni me escuchó, estaría algo ciega y sorda, además de demasiado absorta en su tarea, que consistía en regar el muro y conversar con la planta. Me oculté detrás de unos tablones.

            —Amiga, cada día estás más guapa. Qué orgullosa estoy de ti. Estos cabrones no van a poder con nosotras, no lo dudes. No hay más que verte para estar segura de que va a ser así. Y qué bien lo estás haciendo todo, no cabe duda de que son muchos años juntas y que nos entendemos a la perfección. Yo no me he entendido tan bien con nadie más, ni animal ni vegetal, ni vivo ni muerto. Y tú sabes por qué te lo digo, que las conversaciones con mi difunto por las escaleras no cuentan como entendimiento, que no lo hicimos en sesenta años de matrimonio ni lo vamos a hacer después. Ya te dije que yo me entero de todo por el nieto de mi vecina del bloque cochambroso donde nos colocaron ahora estos hijos de su madre, que trabaja en la obra. Cuando me contó lo del otro día, casi me meo, me dio un ataque de tos de la risa que la vecina estuvo por llamar al médico. Ella también se partía de risa, que conoce todos los detalles del tema que nos tenemos entre manos. Parece que el nieto no entendía tanta risa cuando se lo contó, mientras que él todavía no se había recuperado de la estupefacción. Me imagino que una rama engrifada, que se pone a chillar como un felino enjaulado, se tiñe de rojo y empieza a escupir sangre les habrá alterado un poco los nervios, pero no se puede tener la piel tan fina, Hera mía.

            Me escondí mejor.

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