25 enero 2025

La mesa del desayuno

Imagen obtenida en RRSS


Matilde salió por la mañana después de desayunar. No recogió la mesa porque hacía solito y no se lo quería perder, que don Manuel, su médico, le había dicho que el sol era bueno para los huesos y ella seguía a rajatabla todos sus mandamientos. Salió como todos los días, menos cuando llovía porque tenía miedo a caerse, aunque donde vivía no es que lloviera mucho. 

La pobre, desde que murió su Ramón, lo hacía todo ella sola, incluidos los paseos por los alrededores de su casa, que mucho no se aventuraba por las calles de su barrio, todo bajadas y subidas. Qué distinto era antes, cuando más joven, que se pateaba esas mismas calles varias veces al día, unas veces de subida y otras de bajada, ni se daba cuenta. Pero desde que cumplió los noventa fue como si le cayeran encima de golpe, todos a la vez.

Nunca aceptó ayuda de nadie, ni de los servicios sociales del ayuntamiento, que hicieron por atenderlos, pero lo que le faltaba a ella, extraños en su casa, ni que ella fuera manca para no poder atender a la casa y a su marido como toda la vida. Lo que le faltaba. Ni siquiera al final, cuando su Ramón necesitaba ayuda para todo, y mira que don Manuel insistió en que ella no podía sola, pero que no y que no. 

Tampoco aceptó a nadie en su casa después de que su Ramón amaneciera frío a su lado en la cama que compartieron durante más de sesenta años y avisó descompuesta a los vecinos, paralizada por la impresión: jamás había recordado lo que escuchara en sus votos, que el matrimonio dura hasta que la muerte los separe, eso no se aplicaba al de ella con su Ramón, de ninguna manera. La muerte la cogió por sorpresa, como una intromisión en su intimidad que le resultaba imposible procesar. 

Y nunca la procesó, la pobre, porque además no tenía hijos ni familiares directos que pudieran reubicarla en su nueva realidad de anciana viuda. Tampoco demasiada relación con los vecinos, porque ellos habían sido siempre el uno del otro y de nadie más, que se bastaban y sobraban entre ellos mismos para habitar su microuniverso construido con el mimo que despliega el amor tranquilo, el que se arma con la conversación diaria, con el roce de la otra piel, con el «coge una rebequita, por si refresca» o con el café en la cama por las mañanas para prolongar la complicidad nocturna.

Pero Matilde no volvió esa mañana para recoger la cocina porque se tropezó en la calle y se rompió una cadera. Y menos mal que fue en la calle, porque si hubiera sido en su casa se la habrían encontrado días después, cuando la echaran de menos en sus paseos.

Sobrevivió a la cadera, pero se le fracturó el pensamiento y tuvieron que ingresarla en un centro para cuidarla, porque ahora sí que no podía cuidarse sola. Y así hasta que ya no sobrevivió más. La pobre.

Hoy han vuelto los del ayuntamiento a la casa de Matilde y Ramón, aunque estos son otros, y esta vez no pidieron permiso para entrar. La mesa del desayuno seguía sin recogerse después de más de veinte años, pero ya no va a hacer falta hacerlo. Los que entraron hoy a la casa vinieron para demolerla, parece que estorba para ensanchar la calle que ellos ya no van a pasear.

3 comentarios:

  1. Me encanta, que ternura con los q ya han dejado atrás años más jóvenes.

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  2. Miguel Ángel Brito26 de enero de 2025, 9:06

    Cuántas veces habrá pasado esta historia alrededor nuestro, y no nos hemos dado cuenta hasta pasado un tiempo, cuando nos aparece la pregunta venida del más allá: ¿qué habrá sido de…? Delicioso relato. Enhorabuena

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  3. Es el caso de este relato, por lo que vi publicado en las RRSS junto a la foto

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