31 enero 2025

La casa


La casa estaba abandonada desde hacía tiempo. Eso se sabe porque las casas no saben disimular, y tampoco saben estar solas. Saben que si están mucho tiempo vacías se derrumbarán entre los huecos de sus muros. Sí, las casas saben mucho, de casi todo…

            Saben historias que se han contado en sus entrañas, historias que nadie contaría fuera de la protección de sus paredes. Historias que se olvidarán encastradas en su estructura, perdidas en sus tiempos. Historias que las apuntalan desde dentro para que no colapsen.

            Sin historias, la casa muere. Aunque parezca que aguanta en pie, se seca.

            En las mañanas brillantes, salir a recorrer las Ramblas es un imperativo local, aunque el sol brille sobre ellas muchos días al año. Aquella era una mañana así, y ese día la casa se había contagiado de tanta luz: lucía radiante, como si tuviera zapatos nuevos. Me llamó la atención y adiviné el motivo antes de saberlo.

            Me senté en el banco de enfrente, disimulando con enfrascamiento digital en el móvil, observando a través de las gafas de sol. Las puertas y las ventanas estaban abiertas, todas a la vez. Qué bueno, la irán a reformar, o a vender, o a habitar… Pero no había mucho trasiego de gente: pasó un rato hasta que entró alguien. Tampoco hacían ruido en el interior ni traían enseres ni la enseñaban a posibles compradores… Pero lo que estaba claro es que la casa se alegraba, así que algo sabría ella del asunto, que no parecía disgustarle. Porque si la fueran a demoler como la del final de la calle, que la pulverizaron en pocos días, no estaría tan contenta. A ella le tocaba salvarse, qué suerte. Ahora a ver quiénes serían sus salvadores y en qué condiciones. Me cansé de esperar más movimientos y deje la investigación para otro día.

            Pregunté por el barrio, pero nadie conocía los detalles y la mayoría se extrañó de mi interés. Supongo que pensarían que me quería quedar con ella, porque si no para qué querría saber.

            Pasé varios días por la puerta, por si me enteraba de algo, pero nada. Me percaté de que en realidad solo un hombre entraba y salía de la casa, el mismo del primer día. Entraba y salía, pero nunca llevaba cosas, si acaso, alguna bolsa aislada como de basura.

            Un día casi nos tropezamos a la puerta y le pregunté en el mismo impulso:

            —¡Vaya! Por fin alguien va a vivir en la casa…

            —¿Alguien? Ya están viviendo en ella —me contestó airado.

            —Ah, ¿sí? Pues no lo sabía.

            —Si es que este barrio es un puto desastre —continuó con el mismo tono.

            —No le entiendo, vivo aquí de toda la vida y no me parece que las cosas estén tan mal.

            —Claro, eso será porque en su casa no se le ha instalado una colonia de gallos y gallinas protegidos imposibles de desocupar. Son intocables, peor que el peor de los okupas. Los ampara la Ley. Parece que son de una especie canaria que creían extinguida desde hace más de cincuenta años, y mire usted por donde, deciden renacer justo en mi casa, ahora que ya había arreglado todo lo de la herencia y estaba a punto de empezar las reformas. Si es que no hay derecho, ¡qué país!

            —¡Vaya!, y ¿no los pueden trasladar a otro sitio?

            —Eso fue lo primero que pregunté yo, pero parece que no, como son una especie vulnerable, hay que dejarlos hacer a su antojo, para que no se estresen, que si me estreso yo es lo de menos, porque no soy una especie en riesgo de desaparecer. Pero claro, con lo cómodos que están allí, ¿a dónde se van a ir ellos en que estén mejor?

            —Pues si me lo permite, le propondría una solución…

            —¿Cuál? Si es que no la tiene.

            —Escuche…

            Varios meses después, la casa estaba completamente reformada. Al pasar una mañana por allí, vi a varias personas limpiando las ventanas, así que supuse que la obra estaría terminada. La colonia gallinácea tenía su propio lugar perfectamente acondicionado en el jardín lateral. Un letrero anunciaba visitas guiadas al gallinero protegido tres veces al día a un módico precio.

            —Buenos días —saludé al dueño que entraba en ese momento—, parece que todo terminó bien, ¿verdad?

            —Más que bien, y gracias a usted. Figúrese que he dejado mi trabajo y todo y ahora soy experto en gallinas sensibles.

            —Ah, qué bien. Y parece que ahora no quiere que se vayan, como veo que las ha encerrado.

            —Ah, no, de eso nada, ellas tuvieron tiempo de irse, ahora se quedan aquí.

            La casa seguía brillando en blanco al sol del mediodía. Quería una familia que la habitara, le daba igual la especie.

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