Amaneció raro en Santa Cruz. En pleno calor de agosto, cuando salí temprano para incorporarme al trabajo después de las vacaciones, mi calle estaba envuelta en una niebla fina, como de algodón de azúcar. En Santa Cruz nunca hay niebla… bueno, casi nunca, a veces sí, pero no en agosto. Se veía bien a caminar, pero se borraba el final de la calle, como si se hubiera desdibujado el contorno de las cosas, de los edificios del barrio, de los árboles de la plaza, de los columpios del parque. Todo borroso, húmedo y caliente. Todo convertido en una irrealidad doméstica. Todo raro y confuso.
La calle estaba tranquila, bastante solitaria para la hora, aunque en agosto la ciudad se vacía hacia las playas, pero no tanto. Seguí caminando al trabajo, hacia la niebla algodonosa desgajada, a ratos más densa, a otros diluida. Caminaba por la calle de siempre, todo era conocido, pero la niebla hacía diferentes a las cosas, como si de pronto el barrio se hubiera hecho extranjero en mi propio barrio. Empecé a notar que en los espacios en que la niebla era más densa, yo andaba más despacio, no sabía por qué: no me cansaba, nada me impedía ir más deprisa, pero no conseguía mantener mi paso habitual.
Poco a poco la niebla iba espesándose, lo iba cubriendo todo y yo me iba confundiendo con ella. No tenía miedo, era mi casa, mi camino, mi trabajo. Tenía que ir, debía ir y quería ir. ¿Qué hacía esa niebla extranjera en mi casa? Seguí caminando, se disolvería en algún momento. También poco a poco recuperé mi ritmo de caminata habitual, a la vez que la niebla iba despejándose: hacia atrás se compactaba, hacia adelante lucía de nuevo el sol.
Llegué al trabajo y saludé al personal de seguridad, el primero que me encuentro cada día al llegar al centro, que me respondió algo que no entendí, pero supuse que no le había escuchado bien. Me fui a mi consulta y encendí el ordenador. Al levantar la vista mientras se abría el programa, todavía inquieta sin saber bien por qué y convenciéndome de que simplemente se trataba de un fenómeno atmosférico inusual, que seguro que a lo largo del día nos lo explicarían en las noticias, no era capaz de comprender la cartelería de siempre repartida por la consulta: aunque me quedaba claro que era la de siempre, estaba escrita en otro idioma. El ordenador también se abrió en otro idioma, los programas eran los mismos de todos los días, pero en otra lengua. Empecé a sudar. Entró la enfermera en mi consulta a saludarme, alegre y amable, como es ella, pero no entendí lo que me dijo. Me mareé.
Me desperté en una camilla de urgencias. Mi marido me cogía la mano y trataba de animarme, tan cariñoso como es él. También en otro idioma. El sol brillaba a través del ventanal, hacía mucho calor.
Te dije que cogieras un taxi.
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