Nada me hacía sospechar que tras la puerta de la habitación 321 del hotel Ziguaraya me estuviera esperando aquel unicornio verde que tanto me desveló de niño, cuando todavía creía que todos los unicornios eran azules.
Había pasado tanto tiempo desde nuestro último encuentro, tanto, que su imagen casi se me había desdibujado por completo. Aun así, recordaba su abrumadora presencia que llenaba todo mi universo infantil.
«¿Qué le había traído hasta aquella habitación 321 del hotel Ziguaraya cuarenta años después de nuestro último encuentro?», pensé. No estaba borracho, no. El chupito de anís El Mono que me tomé en la tasca antes de volver al hotel difícilmente sería capaz de recrear en mi cabeza el porte elegante de mi amigo. Era tan real como los zapatos que llevaba puestos.
Como un escupitajo, salió la pregunta de mi boca:
—¿Por qué has tardado tanto en volver? —pero no hubo respuesta.
Se mostraba frío, distante, casi sin alma. No era el mismo. No era aquel unicornio que me envolvía con su pasión, que me impulsaba a realizar mis sueños, que me fortalecía cuando los giros inesperados del camino me atravesaban como el acero. Pero era mi unicornio. Tampoco yo soy como antaño.
Ni el unicornio parecía haber vuelto para rescatarme a ese mullido universo infantil. No.
—¿Recuerdas los sueños que nos inventamos juntos? —me dijo de repente.
Nunca antes me había hablado, así que debía de tener algo importante que decirme.
Tardé en darme cuenta de qué me hablaba. Pero sí, claro que recordé. Recordé cómo él se presentaba cada noche en mi habitación. Recordé cómo acudía a mi llamada en forma de conjuro y surgía galopante desde el espejo que colgaba de la pared. Entonces, se echaba a mi lado y se dejaba montar, y agarrado de sus crines blancas trenzadas me llevaba a revisar lo que había hecho ese día, en una vuelta al pasado más cercano, y todo salía a pedir de boca, todo. Sí, todo se volvía perfecto de repente: las burlas de mis compañeros de colegio se tornaban en admiración por mi porte elegante, las regañinas de la profesora por mis faltas de ortografía se tornaban en elogios sobre la brillantez de mi escritura, los tortazos de mi padre se convertían en abrazos cálidos llenos de orgullo paternal.
—Sí, claro que me acuerdo —contesté. Y acto seguido repetí la pregunta—: ¿Por qué has tardado tanto en volver?
—Me lo pediste tú, recuerda. Un día me lo pediste tú sin darme una explicación. Llevo todos estos años esperándote y hoy he vuelto porque me lo has pedido, aunque aún no lo sepas. Querrías cambiar eso que pasó hoy, aunque no sé si ya será tarde.
No sabía realmente qué había pasado hoy, ayer o nunca. Bajo el pretexto de un chupito de anís, repetidos como el amanecer, había relámpagos de alcohol que desataban tormentas. Qué era realidad y qué era imaginación. Solo llamaba pidiendo auxilio. Y el que siempre había estado ahí, aun sin llamarlo, sin pronunciar su nombre, sin pensarlo, era el unicornio. Mi unicornio.
Y entonces lo entendí, entendí todo el mensaje. El mismo mensaje cabalgando desde el principio de mi tiempo a lomos del animal etéreo: ni verde ni azul ni nada… sino de todos los colores con los que se dibujan los sueños. Todos habían estado ahí siempre, era yo el que no me había atrevido a coger la paleta y pintar los míos con mis propios colores. Claro, clarísimo…
Cuando volví a mirar el unicornio ya no estaba allí. Ni siquiera estaba seguro de que hubiera estado alguna vez allí. Pero su estela envolvente llenaba todo el espacio. Me llenaba a mí, por dentro y por fuera.
Y salí. El viento fuerte que se agitó justo en ese momento me empujó a iniciar el camino. Iba con retraso y necesitaba impulso. Me subí al templete de la plaza y, como Ulises en su barco, inicié el camino de regreso a casa. Un camino que en mi caso era en realidad de ida.
Me despedí del pueblo sin mediar palabra y me fui al aeropuerto. Cogería el primer avión que despegara con destino a las mismas fuentes del viento. Y me lancé a volar.
Me gusta mucho este texto.
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