Por Roger Ruiz Moral, editor de Doctutor
Son muchas y variadas las razones por las que los profesionales de la salud podrían beneficiarse de la lectura de ficción. En este artículo ofrezco diez de ellas que como lector habitual de literatura, médico y educador de médicos, me vienen a la mente y así las he considerado espontánea y apresuradamente. En segundo lugar, siguiendo la apreciación de Harold Bloom1, ejemplifico de una forma breve, pero creo que difícil de refutar, lo que a los sanitarios nos puede ofrecer la buen literatura: D Quijote y Sancho, entre otras muchas cosas, nos enseñan el arte de la escucha… sólo hay que leer.
Las 10 razones:
1. Los libros ofrecen la oportunidad de ver el mundo desde una perspectiva diferente, a través de las experiencias indirectas de otras personas, lugares y épocas. Básicamente esto nos hace incrementar nuestro conocimiento sobre “lo humano”. Y por lo tanto, también básicamente esto debería ser suficiente razón para enseñar literatura en las ciencias sanitarias.
2. La lectura reflexiva de la literatura ayuda también a desarrollar la observación, el análisis y la reflexión que son fundamentales para el desarrollo del razonamiento médico y el ejercicio práctico mediante la frónesis (o prudencia como virtud o excelencia de esa racionalidad médica).
3. Por lo que se puede decir también que nos ayuda a “formar criterio profesional”. Este “criterio” es ese modo de razonar que tenemos los médicos, que es de naturaleza narrativa, es decir, de carácter “histórico”. Aunque la ciencia proporciona el «estándar oro» de la medicina, el conocimiento ejercido en el cuidado de los pacientes (la frónesis) es, como el conocimiento moral, una cuestión de razón narrativa y práctica. Los médicos recurrimos a “historias”, a la narrativa de casos, para almacenar experiencias y aplicar y calificar las reglas generales de la ciencia médica y así construir nuestra forma de razonar. La literatura ayuda en esta actividad ya que sus “verdades” son narrativas, esto es, provisionales, inciertas, derivadas de narradores cuyos puntos de vista son siempre situacionales, particulares e inciertos, pero abiertos a la comparación y la reinterpretación. La lectura nos ofrece por tanto un modelo de conocimiento tanto en la moralidad como en práctica clínica.
4. Una de las dificultades más importantes que tenemos los médicos en nuestra práctica clínica es la de aplicar ese criterio profesional sin juzgar al paciente, algo que, por otra parte, y como bien nos muestra Gabriel Weston en otro de los artículos publicados por Doctutor en este número, también nos ayuda la lectura de las obras literarias: «Hay algo en la práctica de la lectura… que obliga a uno a escuchar a la gente… con una mayor capacidad de aceptar la ambigüedad y la incertidumbre».
5. Junto a lo anterior, la lectura reflexiva de obras literarias de calidad amplia enormemente nuestras oportunidades de “reconocernos” o “vernos retratados” en algunos de los personajes literarios o en aspectos puntuales de estos, pudiendo así ejercitar mejor nuestra “introspección” agudizando nuestra capacidad de insight y contribuyendo a desarrollar un mayor grado de autoconocimiento que redundaría en una mejor capacidad para reconocer nuestras fortalezas, pero sobre todo nuestros sesgos y limitaciones.
6. De la misma manera, las historias literarias nos ofrecen en numerosas ocasiones la oportunidad de descubrir formas de afrontar la vida y las situaciones difíciles que esta conlleva de una forma inédita o no sospechada previamente por nosotros mismos, lo que nos puede ayudar a reflexionar sobre nuestras propias capacidades o descubrirnos estrategias novedosas para incrementar nuestra resiliencia ante el agotamiento que lleva aparejado el ejercicio de la profesión.
7. Las historias nos ofrecen también oportunidades para el escapismo, el disfrute y el ejercicio del humor. Todo esto fomenta nuestra creatividad, imaginación y curiosidad, lo que representa todo un entrenamiento para llevar a efecto diagnósticos diferenciales de mayor riqueza, tanto en el ámbito de lo biológico, como en el de lo personal y relacional.
8. La enormidad nunca agotada de mundos posibles que encontramos en la ficción literaria, como decía antes, nos muestra la riqueza de lo humano y con ello también nos abren la puerta para poder examinar críticamente nuestros sistemas, modelos, referencias, estilos de interacción con los otros y hasta nuestra ética personal y profesional.
9. Pero la lectura de una historia nos preparar para la sorpresa, para lo inesperado (en una trama, pero también en sus personajes, en sus dilemas y en sus reflexiones y en los modos de enfrentarlos). Los beneficios que podemos sacar de esto para nuestra práctica son variados, pero, como médicos, yo creo que puede ayudarnos, por una parte, a fortalecer nuestro escepticismo médico y nuestra capacidad para imaginar situaciones imprevistas con nuestros pacientes, pero también a fortalecer nuestra confianza en lo humano de una forma más realista. Todo esto tal vez sea una via de entrenamiento hacia la solidaridad.
10. Finalmente, leer buena literatura nos obliga continuamente a plantear posibles diferentes interpretaciones sobre lo que está ocurriendo y sobre las razones de los comportamientos de sus protagonistas, representando así un continuo ejercicio de decodificación tanto de un conjunto de símbolos como de una estructura en la búsqueda de significados sobre esas acciones, situaciones o interacciones. El valor añadido que esto aporta sobre todo, en los entornos en los que en muchas ocasiones nos movemos los médicos y que suelen resultar difíciles, amenazadores o extraños, es incalculable.
Cada una de estas razones para acercarnos como médicos a la narrativa literaria, están evidentemente, relacionadas entre sí en mayor o en menor medida y su revelación práctica a mi juicio depende en gran medida de nosotros mismos, del tipo de “diálogo” que establezcamos entre nosotros y la obra literaria. Es así como personalizamos, a la vez que reconstruimos, la propia obra que leemos, adquiriendo así un significado especial y único para cada uno.
El ejemplo: El Quijote nos enseña el arte de escuchar
Por más que discutan a menudo, don Quijote y Sancho siempre se reconcilian y nunca flaquean en cuanto a afecto mútuo, lealtad y equilibrio entre la gran insensatez del caballero y la sabiduría admirable de su escudero. En Shakespeare (¿como en la vida?) todos tienen dificultades para escucharse unos a otros. El rey Lear apenas escucha a nadie, y Antonio y Cleopatra (a veces hasta extremos cómicos) son incapaces de prestarse atención. Shakespeare debe de haber tenido un don sobrenatural para escuchar, en especial cuando estaba con Ben Jonson, que hablaba por los codos. Uno sospecha que Cervantes tenía un oído infatigable.
Aunque en el Quijote pasa prácticamente todo lo que puede pasar, lo que más importa son las conversaciones que Sancho y el Quijote mantienen sin cesar. Abran el libro al azar y es muy probable que se encuentren en medio de uno de esos intercambios, malhumorado o burlón, pero, en el fondo, siempre afectuoso y fundado en el respeto mutuo. Aun en los momentos más feroces, ambos muestran una cortesía inquebrantable, y escuchándose aprenden constantemente. Escuchar los cambia.
Podemos establecer, creo, el principio de que el cambio, ese ahondamiento e internalización del sí mismo, es absolutamente antitético si comparamos a Shakespeare con Cervantes. Sancho y don Quijote desarrollan y mejoran sus personalidades escuchándose el uno al otro; Falstaff y Hamlet llevan a cabo el mismo proceso escuchándose a sí mismos. Los novelistas mayores de Occidente deben tanto a Shakespeare como a Cervantes. El Ahab de Melville, protagonista de Moby Dick, no tiene un Sancho; está tan aislado como Hamlet o Macbeth. Tampoco lo tiene Emma Bovary, quijotesca por lo demás, y en última instancia muere de tanto escucharse a sí misma. El hallazgo de un Sancho en Jim salva a Huckleberry Finn de marchitarse gloriosamente en el aire de la soledad. Si tomamos a Dostoievski, el Raskolnikov de Crimen y Castigo se enfrenta con lo que podría definirse como un anti-Sancho en la figura del nihilista Svidrigailov; y el príncipe Mishkin de El idiota debe mucho a la noble «locura» del Quijote. Mann, muy consciente de la deuda, repite deliberadamente el homenaje que rindieran a Cervantes tanto el poeta Goethe como Sigmund Freud.
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