15 septiembre 2024

Barcos voladores

Fotografía: Eduardo Castro


Pedro vivía volando. Sí, volando, como el guincho, o como las pardelas cuando era el tiempo. Volaba desde que empezó a fantasear con descubrir otros mundos, más allá del suyo, chico ya desde chico, cortado por los acantilados que empiezan donde termina la playa. Lo había visto en la escuela, en el mapa que estaba detrás de la maestra. Le contaron que allí había otras cosas que no entendió, y la maestra no supo explicarle lo que ella tampoco sabía.

Pero Pedro quería saber.

Desde la playa se veía a los barcos entrar y salir del puerto con una cadencia que hacía inútiles los relojes en el pueblo: ya nadie se acordaba de si las cinco y cuarto permanentes del reloj de la iglesia eran de la mañana o de la tarde. Pero donde a Pedro le gustaba contemplarlos navegar era desde el acantilado, porque desde allí le parecía que volaban a través del reflejo de las nubes. Entendió que el mar tiene el color del cielo, que es su representación sobre la Tierra. Eso no se lo dijo la maestra, pero él sabía que era así.

Y Pedro quiso saber más sobre los colores celestes.

Rojo, naranja, violeta… Cuando Pedro se despertó de la siesta sobre el acantilado estaba atardeciendo, pero los colores del horizonte no eran los de otras tardes: eran más definidos, como si a alguien que estuviera ideando pintar el cielo se le hubiera derramado toda la paleta. Se quedó embelesado percibiendo el aire, que estaba quieto, como pendiente de lo que se dibujara a ver si tenía que soplar o no.

Los colores también estaban quietos, situados más allá del alcance de la brisa marina, en un lugar que Pedro no había visto en el mapa de la maestra. El sol se había ocultado, pero todavía quedaban restos de sus últimos rayos, esa tarde más difusos que otras por el contraste.

Entonces, el sol apareció de nuevo, pero brotando del fondo del mar. Tan silencioso como en su recorrido de cada día, pero mucho más veloz. Enseguida se colocó sobre el acantilado, no lejos de donde estaba Pedro, extrañado de no quemarse.

Un chico en todo idéntico a él, y que dijo llamarse Pedro, se le aproximó. No sintió miedo, era como si conociera a ese chico, como si fuera él mismo en otra dimensión: no había nada que temer.

El Pedro recién llegado dijo en la lengua del otro Pedro:

—¿Quieres volar conmigo?

Al otro Pedro no le extrañó que le leyera el pensamiento, eran el mismo pensamiento.

—Claro —contestó como si estuviera esperando la invitación.

—Pues vamos.

En el pueblo no se habló de otra cosa más que de aquel atardecer durante algunos días, pero luego todos se fueron olvidando. Algunos pudieron divisar al sol posándose sobre el acantilado, pero luego tampoco lo recordaron más. Menos Pedro, que sí lo recordaba todo, y ya no tuvo que preguntarle más a la maestra por los confines del mapa, porque él había descubierto los confines del universo.

Desde entonces, cuando volvía del acantilado a su casa cada tarde, pajaritos de papel con mensajes estelares proyectaban sus formas sobre la fachada, haciendo por navegar sobre la corriente que su madre formaba al regar las matas. El otro Pedro sabía de tantas cosas… 


Texto inspirado en el avistamiento OVNI en Canarias el 5 de marzo de 1979
Fotografía extraída de Internet

No hay comentarios:

Publicar un comentario