19 septiembre 2024

Amor más allá del infierno

Tres años
Fotografía: Carlos Jiménez desde el puerto de Tazacorte

La fajana negra pura había cubierto la otra, la del cuarenta y ocho, pero esta mantenía las grietas en rojo líquido, calientes como las mismas entrañas de la Tierra: esas que de vez en cuando se le quedan estrechas a los infiernos y brotan. La Tierra viva que se crea a sí misma; el Infierno que se deshace en vapores fatuos con el salitre.

María esta vez la miraba sola.

Antonio la llevó a ese mismo lugar hacía mucho para mostrarle sus ilusiones de recién casado: «Con este terreno le daremos estudios a nuestros hijos». Tan ilusionado la miraba que ella se propuso creer que encima de aquel malpaís negro iban a crecer las plataneras. A creerlo con tanto amor como poca fe.

Pero las plataneras crecieron, vaya si crecieron, y sus hijos con ellas: bien comidos, bien vestidos y bien estudiados. Ellos ya no viven en su isla-lava, pero María no sabe vivir en otro lugar.

En realidad, no sabe vivir sin Antonio, porque ahora se ha quedado de verdad sin él, definitivamente: el volcán ha terminado de arrebatárselo en su diabólica crueldad.

Y María ha ido a pedirle cuentas: a que le cuente si la fertilidad de los terrenos que regala hay que pagarla en este mundo y en el otro. A que le dé cuenta del lugar donde ella va a poner ahora las rosas amarillas que mima en su patio, esas que plantó Antonio porque el amarillo es el mismo color del sol.

El volcán da y quita, es la ley arbitraria del Infierno.

Antonio murió hace unos años, y el volcán lo terminó de enterrar. En el patio del cementerio la altura de la lava sobresale a los muros: «Ahora sí que están enterrados para siempre». Las últimas flores las tiraron desde un helicóptero del ejército el Día de Finados, como una rescatada alegoría de paz y amor, pero el Maligno no estaba ese día para pactos simbólicos y seguía con su rugir incandescente, incapaz de entender el lenguaje de las almas.

La verdad es que los ojos de María ya estaban grises desde antes del volcán, como se mide allí el tiempo a partir de entonces: antes y después, pero ahora se le han quedado opacos sin horizonte al que mirar.

Lo que no consiguió sepultar el vómito caliente fue el terreno que ilusionaba tanto a Antonio, de joven y de viejo: la colada de lava se detuvo a pocos metros. Quizá Antonio se sacrificó una última vez para proteger sus plataneras, o quizá el Infierno se disuelve cuando se encuentra con los amores grandes.

María contemplaba la nueva fajana, su terreno intacto, los de sus vecinos destruidos, el sol brillando sobre el mar quieto, el silencio… Y tuvo claro dónde iba a depositar a partir de ahora sus rosas amarillas: en el lugar que habita el alma de su marido, lo tenía justo enfrente.

Perdonó a la Tierra por haber reconducido la fuerza de los infiernos.


Imágenes obtenidas de Internet
Cementerio Ntra. Sra. de Los Ángeles, Las Manchas

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