Hay que decidirse: se es de ciencias o de letras. Y a partir de ahí, hay que identificarse con uno de los dos mundos: el científico o el humanista, no caben medias tintas, que ya se sabe que el que mucho abarca…
Sin embargo, esto es un criterio moderno, los clásicos eran de ciencias y de letras sin distinción. No hay más que acudir al hombre del Renacimiento (y digo bien, el hombre, porque la mujer no contaba ni para las ciencias ni para las letras) para encontrar referentes de este saber universal. El argumento para defender estos saberes exclusivos está muy consolidado: en la antigüedad, los límites del conocimiento permitían que una persona pudiera adquirir competencias en múltiples disciplinas a lo largo de su vida; en cambio, con el desarrollo del saber a partir de la Ilustración, el conocimiento se hace inabarcable para los límites de una vida humana, así que hay que decidir un camino al que dedicar los esfuerzos intelectuales. Pero no solo hay que decidirse por las ciencias o por las letras, dentro de cada una hay que especializarse. Letras: Historia o Literatura...; ciencias: Biología, Medicina o Ciencias Sociales… Pero hay más, luego hay que subespecializarse (¿o es superespecializarse?). Letras: Literatura hispanoamericana, la obra de García Márquez…; ciencias: Medicina, Cardiología, Cardiología pediátrica, valvulopatías… Pero luego llega un médico, Juan Valentín Fernández de la Gala, y escribe Los médicos de Macondo, la medicina en la obra literaria de Gabriel García Márquez y nos rompe todos los esquemas. O viene el psiquiatra Luis Martín Santos y escribe Tiempos de silencio y no sabemos si fue psiquiatra o novelista. O a Héctor Roldán, jefe de servicio de Neurocirugía del Hospital Universitario de Canarias, se le ocurre escribir El candil del sabio para actualizar las enseñanzas de los clásicos a nuestros tiempos, tan revueltos por falta de referencias. Y entonces, quizá haya que ponerse a pensar...
Puede que deba actualizarse esta segregación tan cartesiana entre ciencias y letras, porque no podemos olvidar que todo el conocimiento se trasmite a través de estas últimas: sin letras, sin escritura, las palabras se las lleva el viento. Las letras inauguraron la Historia humana hace más de cinco mil años, no las diluyamos entre códigos binarios de ceros y unos.
Tradicionalmente, a los de ciencias, como mucho, se les permite una dedicación diletante a las letras. Para los de letras, el acceso al conocimiento científico solo se les consiente por la vía de la divulgación, considerada una especie de pariente pobre de la verdadera ciencia dura. Con este criterio, tendríamos que considerar la obra literaria de Chéjov —que dijo: «La Medicina es mi esposa legal; la Literatura, solo mi amante», aunque al final se decidió por su amante— como un simple pasatiempo, así como la obra divulgadora de Oliver Sacks o del dúo Arsuaga-Millás, puro entretenimiento.
Para tratar de evitar este reduccionismo empobrecedor, algunos autores han subrayado la importancia de juntar ciencias y letras, o si se quiere ser más riguroso, investigación científica e investigación humanística, como resistencia a la dictadura de lo útil y lo inmediato que contribuya al desarrollo de la humanidad. En este sentido, el pensador italiano recientemente fallecido Nuccio Ordine elaboró su manifiesto La utilidad de lo inútil[1] como oposición radical a imposiciones utilitaristas sin alma.
El oxímoron evocado por el título La utilidad de lo inútil merece una aclaración. La paradójica utilidad a la que me refiero no es la misma en cuyo nombre se consideran inútiles los saberes humanísticos y, más en general, todos los saberes que no producen beneficios. En una acepción muy distinta y mucho más amplia, he querido poner en el centro de mis reflexiones la idea de utilidad de aquellos saberes cuyo valor esencial es del todo ajeno a cualquier finalidad utilitarista.
Con todo, parece que este debate viene de viejo, y ya el polifacético médico catalán José de Letamendi postulaba en el siglo XIX que «el médico que solo sabe Medicina, ni Medicina sabe», lo que podría extenderse al resto de saberes, tanto de ciencias como de letras.
En el caso particular de los médicos, contamos con una larga tradición humanista que nos ha acercado a las letras. Letras con las que componemos las palabras que elaboran las historias clínicas de los pacientes: la anamnesis, desde la que podemos avanzar a la exploración física y las pruebas complementarias, en ese orden, que es el que nos enseñan en las facultades de Medicina. Sin palabras, sin anamnesis, no sabemos cómo ni por dónde empezar a explorar. El orden clásico de clínica (anamnesis), diagnóstico (exploración y pruebas) y tratamiento no debe alterarse. Sin palabras, no puede iniciarse el acto médico. Tampoco terminarse, en ningún caso. Sin palabras, estaríamos hablando de otra cosa.
El doctor argentino Carlos Alberto Yelin analiza este recorrido en su libro El maridaje de la medicina y la literatura[2], en el que confiesa que le sorprendió su extensión cuando empezó a estudiarlo con detenimiento. Oliver Sacks, Irving Yalon, Arthur Conan Doyle, Antón Chéjov, Majaíl Bulgákov, Pío Baroja, Ramón y Cajal, Gregorio Marañón, Pedro Laín Entralgo, Robin Cook o Michael Crichton son solo una pequeña muestra recogida en el libro de médicos escritores, o de escritores médicos, o de médicos que escriben o escribieron, siguiendo la distinción de Fernando Navarro[3] en función de si fueron las ciencias o las letras las que les dieron de comer.
Para Salvador Pániker, ingeniero, filósofo y escritor español fallecido en 2017, la cuestión no tiene matices:
Yo no acepto la distinción entre ciencia y arte; van por caminos distintos, pero intuyen algo parecido. Hay tres cosas que me parecen fundamentales: la curiosidad intelectual que te mantenga vivo el espíritu crítico; la fe o lo que defino como una confianza en la realidad que no te es hostil y, sobre todo, que te enseñen a aprender a aprender[4].
Idéntico recorrido al del Yelin realiza Rafael Ramírez Camacho en el artículo que titula Escritores médicos, médicos escritores y médicos que escriben[5] tomando como referencia a Fernando Navarro, que añade una referencia a la creatividad:
En la gran mayoría, los seres humanos son dados a repetir actitudes y aptitudes recibidas por educación, por herencia o por cultura, lo que los lleva a cumplir con las previsiones sociales que se esperan. […] Ocasionalmente, alguien se aparta del grupo. Con motivo de estímulos exteriores o de un irresistible desasosiego interior, personas que pertenecen a la masa (en el sentido de Ortega) se distinguen de ella para rebuscar en su interior una faceta singular que ofrecer a los demás.
También en Canarias la Medicina y la Literatura se han enlazado en autores como Tomás Morales, Diego Guigou y Costa, Luis Doreste Silva o Carlos Pinto Grote, por comentar solo una referencia.
Entonces, la respuesta a la pregunta del título no admite más que una opción: las dos son correctas, y debemos trabajar entre todos para que cada día lo sean más, siguiendo el lema de la Cátedra Pedro García Cabrera: «Arte y ciencia nacen, desde un punto de vista objetivo, desde el mismo lugar y sueñan con llegar al mismo sitio».
Un apunte final: es posible que la inteligencia artificial consiga realizar anamnesis, solicitar exploraciones complementarias (no necesitará de la imprecisa exploración física) y prescribir tratamientos, pero nunca podrá completar un acto médico porque se trata de una interacción exclusivamente humana.
Las máquinas son todas de ciencias, porque como dice Arsuaga de la mano de Millás en el último libro de su trilogía La conciencia contada por un sapiens a un neandertal, ciencia es todo lo que se puede matematizar, expresar en términos numéricos, y de eso la inteligencia artificial sí que sabe, pero se queda en blanco cuando desaparecen los ceros y los unos.
Y para terminar, un poema de Pedro García Cabrera en Las islas en que vivo, dedicado a Pedro Lezcano (1966), como propuesta a sumergirse sin prejuicios en el mar de la creación:
No es necesario que a la mar tú vengas
con la caña de pesca y el atuendo
de cualquier pescador. Con que te acerques
desnudo de palabras y de moldes,
te sientes a su lado y te sumerjas
olvidado de ti, de tus esquemas
de ver la vida y de idear el mundo,
con que dejes tu tiempo a las espaldas
y te hagas a su ritmo y sus rumores,
la mar queda engodada para darte
frutos de creación, nuevos remansos
que, siendo tuyos, los desconocías.
Muerto estarás si no te dice nada
su interior vecindad, si no procrea
en ti su paraíso sumergido
peces de nadadoras libertades.
Muerto, muerto del todo,
aunque prosiga
viviendo en el cadáver de tu cuerpo
la dádiva de sangre del camino.
[1] Ordine, N. (2013). La utilidad de lo inútil. Editorial Acantilado. Barcelona.
[2] Yelin, C. A. (2023). El maridaje de la medicina y la literatura. Editorial HomoSapiens. Rosario, Argentina.
[3] Navarro, F. A. (2004). Médicos escritores y escritores médicos. Ars Medica. Revista de Humanidades, 1, 31-44.
[4] Néspolo, M. (2013, 15 de noviembre). Salvador Pániker: «En el arte de vivir uno tiene que ser el maestro de sí mismo». El Español. El Cultural. https://www.elespanol.com/el-cultural/20131115/salvador-paniker-arte-vivir-maestro-mismo/10499306_0.html
[5] Ramírez, R. (2017). Escritores médicos, médicos escritores y médicos que escriben. Seminario Médico, 62(1), 65-84.
Enhorabuena por este texto brillante, casi un miniensayo sobre el tránsito entre las letras y las ciencias, que debe ser un continuum tejido por las palabras
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