21 febrero 2024

El viaje interior V: Las puertas de La Villa y los números primos (ed. Eduardo J. Castro Rodríguez)


Carlos y Ángeles Jiménez

Ana Joyanes y Miguel Ángel Brito

Fotografías: Carlos Jiménez

El viaje interior V: «Berta»

 
Fotografías: Eduardo Castro


En el pueblo de Berta ya no queda casi nadie para ocuparse de las cabras, así que ella se ocupa de todo: de los animales, de los quesos, de las matas… 

            Su hermana Matilde también se quedó a vivir en el pueblo con ella, después de que se murieran sus maridos. Sus maridos y todos los que se fueron muriendo desde que empezaron a morirse, de eso hacía ya mucho tiempo. La cosa es que los más viejos empezaron a morirse y los jóvenes se marcharon a otros pueblos más grandes, así que no hubo gente para cuidar de las cabras. Pero Berta y su hermana no sabían hacer otra cosa, y además, quién iba a encargarse de hacer el queso para vendérselo a los turistas.

            Ellas se tenían que quedar, y como no tuvieron hijos que extrañar, pues se quedaron por gusto.

            Por el gusto de amanecer colando el café en el fogón —que las cafeteras las carga el diablo—, mientras el sol se adivina más allá de la puerta abierta; mientras las gallinas se acercan a curiosear el nuevo día —los gallos no vienen, permanecen en sus puestos cumplidores con su oficio, ignorantes de que su canto despierta cada día a menos gente—; mientras los perros entran en la casa a olisquear los restos de la cena, por si les cae algo…

            Matilde está delicada de salud, por eso se ha ido a vivir a la casa de Berta, así su hermana puede cuidar de ella y seguir ocupándose de sus cosas. En el pueblo no hay a quien pedir ayuda, cada uno tiene bastante con ayudarse a sí mismo. Los cuerpos gastados ya no les llegan para dispendios. Pero así y todo, los pocos vecinos que resisten pasan por la casa varias veces al día, por acompañar, sabedores de que pronto también les tocará a ellos: nadie debe emprender en soledad el último tránsito.

            Y Berta lo hace todo de buena gana, tampoco se plantea otra cosa, tampoco puede ser de otra manera: así es el fluir de la vida. 

            Pero Matilde cada vez necesita más cuidados, y Berta no quiere dejarla sola mucho tiempo, así que va y viene repartiéndose entre todos sus asuntos. A Matilde solo le quedan las ganas de Berta, y a través de ellas se agarra a sus últimos días.

            Por las noches, antes de dormirse, las hermanas conversan sobre sus vidas. Se recrean en el pasado porque se les acabó el futuro: el pasado revivido en las últimas noches del presente. Las dos saben que se están despidiendo y no quieren dejar nada sin decirse. Cuando Matilde no le contesta, Berta apaga la luz. A ver si la vida les regala una noche más, a ver si también sus cuentos retrasan el adiós. Y Berta se duerme, agotada de tanto empeño.

            Matilde se levanta más tarde, el médico le ha dicho que debe descansar. Por eso Berta se toma el café sola, contemplando el amanecer al otro lado de la puerta. Y se toma el caldero entero, pensando en todos los amaneceres que le ha ofrecido esa puerta, en todos los cafés que se ha tomado mirando a través de ella. Pensando en las ilusiones que construyó con su marido, en los hijos que no tuvo, en la vida que hizo y en la que no. Pero ya tiene más que asumido que la luz de esos amaneceres colma todos sus anhelos.

            Sale a echar de comer a los animales, pero vuelve pronto a ver si Matilde se despertó para llevarle café recién hecho, que según se terminó el suyo lo puso de nuevo al fuego. Pero no, sigue durmiendo.

            Va a recoger los huevos de las gallinas, así le hace una tortilla con perejil y cebollas, que a su hermana le encanta. Vuelve. Matilde sigue descansando.

            Ordeña las cabras. Matilde duerme.

            Prepara para hacer el queso. Matilde no se despierta…

            Berta se sienta en el patio, entre sus rosales y sus geranios, se toma todo el café de Matilde. El perro se le echa encima haciendo por abrazarla, compartiendo el sentimiento.

            Las gallinas han dejado de cacarear, los gallos ya saben que no hay nadie a quien despertar, las cabras no darán leche hoy.

            Los vecinos no tardarán en llegar, lo adivinarán por lo callados que están los animales, prudentes. 

            Berta sabe vivir sola, lo hizo durante muchos años, entre la muerte de su marido y la enfermedad de su hermana, pero lo que no sabe es que no tendrá a quien contarle hoy cómo le quedó el queso; cómo han madurado los nísperos —«no se te ocurra mezclarlos con leche, que se te corta en la barriga»—; cómo están echando flores las rosas —«van a estar bonitas para enramar las cruces de mayo»—; «¿cómo pasaste la noche?»; «¿hiciste potaje?». Berta no sabe vivir sin tener a quien cuidar —siempre cuidó de su hermana más chica—, para ella es lo mismo que no tener a quien amar: ¿cómo se vive sin amar? 

            Ella tiene sus animales y sus matas. También tiene la puerta de su casa, esa que la ha invitado a amanecer cada día, que no es poco.

            Desde que se quedó sola, ha seguido con la costumbre de conversar con su hermana antes de dormirse, así le cuenta cómo le ha ido el día. Piensa que es bueno para las dos. Luego ha extendido la costumbre de hablar con la hermana por la mañana, y le sirve el café como a ella le gustaba. Después, en el patio le cuenta lo floridos que están los geranios y lo bien que se están dando las rosas. Mientras hace el queso, le comenta a cuánto se lo han pagado los guiris, de tanto que les gustó…

            La verdad es que no le queda tiempo para visitar a los vecinos, que no han reparado en esta nueva manía de Berta, ocupados en sus propias manías de viejos, así que casi no sale de sus dominios. Ella en su casa lo tiene todo, y lo que no, se lo inventa atravesando la puerta que ilumina su mundo.

El viaje interior V: «Historia clínica»

Fotografía: Eduardo Castro


Datos personales:

Rubén Chinea Negrín, 14 años. 

Domicilio en la calle de La Luz 22, San Sebastián de La Gomera.

Antecedentes psicopatológicos:

Diagnóstico de trastorno del espectro autista a los 4 años sin terminar de filiar.

Antecedentes familiares:

Un hermano mayor con Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH).

Anamnesis:

Acude (sin cita) con sus padres por «pesadillas», según el comentario de la administrativa que lo fuerza en la agenda. Cuando lo llamo para que entre a la consulta, sus padres pretenden acompañarlo, pero les digo que debe entrar solo el paciente. Se quedan contrariados, pero no protestan. Lo invito a que me cuente lo que le pasa, pero se queda en silencio durante un rato. Espero con paciencia, a pesar de que tengo retraso en la agenda. Lleva una camiseta de la Niña con globo de Banksy. Se me ocurre preguntarle si sueña como dibuja Banksy. Mi sugerencia lo anima a hablar: «Mi padre bebe, y mi madre se bebe lo que le sobra a él. Luego no paran de decirse cosas raras que yo no entiendo. Como no entiendo lo que dicen, me lo invento. Entonces vienen las ratas y se ponen a correr alrededor de ellos dos. Luego se les suben por las piernas, por los brazos, por los hombros, y empiezan a comerles las orejas… y luego la lengua… pero ellos no dejan de chillarse cosas raras. Yo tampoco entiendo a las ratas, porque se los van comiendo, pero sin sangre. Después vienen las pardelas y se posan a llorar en las ventanas, aunque sea de día. Son pardelas negras, como cuervos, pero yo sé que son pardelas porque lloran como los niños chicos. Creo que esperan a ver si las ratas dejan algo para comérselo ellas, pero no sé, las ratas nunca terminan y las pardelas nunca entran. No sé por qué. Siempre me despierta la marea, que sube tanto que llega hasta la puerta de la casa, de la de mis abuelos, porque nosotros no vivimos aquí, sino en un piso en Tenerife, y hasta allí no llega el agua, ni las pardelas, aunque sí las ratas… y las palomas. Las ratas de mi casa son más negras, y en vez de pardelas hay palomas sucias que no hacen nada, ni siquiera dan miedo: dan asco. Pero las ratas de aquí son más gordas, yo creo que es porque se comen a las pardelas, y a las de mi casa no les gustan las palomas, pero no sé... Cuando mis padres terminan de decirse cosas raras, se van al cuarto y cierran la puerta. Se quedan allí mucho rato, o toda la noche, según la hora, pero ya no les oigo decir cosas raras, solo respirar fuerte, si me fijo mucho. Entonces, cuando se van los bichos y baja la marea, me duermo. No cuento nada de esto porque si se enteran, les cierran la puerta a los bichos y ya no tendría sueños». Le comento que parece que le gustan esos sueños y me contesta que claro que sí —le extraña que lo dude—, que le sirven para dibujar, y me muestra un dibujo que acaba de hacer: «Aquí, en casa de mi abuela, me salen más porque mis padres no están: dibujo recordando sus gritos, de memoria…». 

Juicio diagnóstico: imaginación desatada como refugio de un entorno familiar sin sueños.

Tratamiento: que la imaginación siga su curso.

Comentario: este, por lo menos, sabe qué hacer con sus sueños; los otros veinte que vi hoy ni siquiera saben soñar.

El viaje interior V: «Doce llamadas perdidas»

 
Fotografía: Eduardo Castro

Los tablones de madera carcomida de la puerta invitaban a adentrarse en el universo escondido detrás de lo que pretendía asegurar un candado, un fechillo: un fallido. Como aquella historia del elefante que creció atado a una pequeña estaca de la que nunca aprendió a zafarse. Igual.

            De la misma manera encontré a los jóvenes después de la puerta: atados a sus dispositivos incapaces de zafarse. El candado estaba abierto, así que empujé la puerta, a punto de desvanecerse ante el mínimo silbido del viento. Pero el viento no silbaba. Los jóvenes, tampoco. Ni siquiera levantaron la mirada cuando entré, ni siquiera les interesó que entrara. Un silencio lleno de gente sin palabras. No sé por qué entré, quizá por lo sugerente de la fragilidad de las grietas.

            Conté doce chicos y chicas sentados en el suelo en torno a una mesa baja repleta de copas a medio consumir, como si ni siquiera eso les apremiara; colchones mal puestos por los rincones, con restos de encuentros que no podría asegurar que se hubieran producido, tan distraídos de sus cosas con sus cosas; rincones discretos que no habrían quedado descubiertos apenas en la generación anterior: en mi generación jugábamos a la cama caliente entre encuentro y encuentro, hirviendo de anhelo por el otro, cualquier otro insustituible cada vez.

            En eso, uno de los silenciosos dispositivos se atrevió a sonar. El sonido impertinente tampoco consiguió perturbar las miradas alienadas entre clics. 

            Nadie contestaba. El teléfono volvió a sonar, una y otra vez: conté doce veces. Nadie se movió de su sitio, como si habitaran una burbuja insonorizada, cada uno la suya. Como si los sonidos del mundo no les rozaran.

            El teléfono sonó una vez más, pero esta vez fue descolgado al segundo tono de llamada: «¡Hola!», contestó una voz de mujer. Los chicos continuaron anegados en sus pantallas, solucionada la interferencia por sí misma.

            La voz de la chica venía del patio, no sabía que hubiera alguien allí. Me asomé por la ventana abierta, que dejaba pasar la luz de la tarde a regañadientes, avariciosa. Tendría unos quince o dieciséis años, el pelo oscuro, brillante de sol y salitre, la piel tostada del final del verano, la mirada radiante, la sonrisa despejada. Mantenía una conversación telefónica con alguien que la divertía. Me miró de frente, sin disimulo, pero sin distraerse de lo que le interesaba.

            Cuando colgó, le pregunté si venía mucho por allí, parecía distinta a los demás. Me contestó que cada día, a esa hora, que aquel lugar era el único del pueblo donde encontraba intimidad para hablar con su novio. Ni siquiera se había dado cuenta de que en el interior de la casa había más gente. Me dijo que ella siempre entraba por la ventana de atrás, cuando volvía de la playa.

            —¿Por qué doce llamadas sin contestar?

            —Porque el trece es nuestro número de la suerte.

            Supuse que el rito se repetía cada tarde del verano, sin cambios.

            Pensé que aún quedaba margen para soñar.

El viaje interior V: «Enamorarse»

Fotografía: Eduardo Castro


Recuerdo que cuando estudiaba secundaria nos encargaron escribir un cuento —es una pena no conservarlo— del que solo recuerdo el título: El monstruo hormiga. Cuando terminé de leerlo en la clase, la profesora se me quedó mirando extrañada. Pensé que no le había gustado, pero me dijo: «¡Qué imaginación!». 

Tuve mucha suerte con mis profesores del instituto. Ellos me presentaron a mis primeros amores literarios: leí Cien años de soledad en un día de fiebres. Nadie me cree, pero fue así. Tenía quince años y mi padre acababa de morir. Necesitaba poblar de amores mi adolescencia entristecida.

Luego me decidí por las ciencias —me costó elegir entre ciencias o letras— y estudié Medicina, con lo que me adentré en un agujero negro que me apartó de la literatura durante muchos años: de la literatura y de muchas otras cosas. La medicina tiene eso, que si no se anda uno con ojo te aparta del mundo. Por eso los médicos tendemos a relacionarnos con otros médicos en una endogamia culturalmente insana. Si no se anda uno con cuidado, no hablas de otra cosa, no escuchas otra cosa.

Con el tiempo, me he adscrito a la poligamia, así que ahora adoro la medicina y amo la literatura. Las dos son un poco celosas, la verdad, pero suelo arreglar los conflictos con aquello de «te lo puedo explicar…». A mí me funciona.

Rescaté mi amor por la literatura en el momento en que decidí que la medicina ya no necesitaba tantos cuidados. Ya había conseguido lo que deseaba y a partir de ahí solo requería tareas de mantenimiento. La medicina es muy exigente, hay que saber ponerle límites. En la literatura los límites me los pongo yo, es una amante más flexible, aunque también demanda lo suyo.

Me gusta leer y escribir. A las dos cosas se aprende muy pronto y casi parece que nacemos aprendidos, pero yo recuerdo ese delicioso tránsito mágico hacia las puertas del entendimiento. En literatura leer y escribir adquieren otra dimensión y hay que volver a aprender, de otra manera, en un tránsito igual de mágico hacia un entendimiento más elaborado: hacia el mismo corazón de lo humano. Toda la cultura se trasmite a través de la lectura, que primero hay que escribir. Si no hay escritura no hay trasmisión, solo la tradición oral que ha sido escrita ha podido llegar hasta nosotros.

Por eso, a escribir para que otros nos lean hay que aprender. No vale con saber juntar las letras como nos enseñaron cuando teníamos seis años. Hay que saber combinar las palabras con arte, con imaginación, con generosidad y respeto por los que van a ocupar su tiempo en leernos.

Para este reencuentro con las letras asistí a diversos cursos de escritura creativa, pero llegó un momento en que sentí que necesitaba una formación más estructural, con los cimientos bien fundamentados, así que decidí iniciar el Grado de español: Lengua y Literatura en la Universidad de La Laguna. Estoy en ello: quiero ser médica filóloga. 

También quiero ser una vieja que lea y que escriba novelas de amor, por todo lo que se mueve, y lo que no.

El viaje interior V: «Marina»

Fotografía: Eduardo Castro


Marina es una provocadora. Mira si lo es que se pasa la vida leyendo, y luego se lo pasa hablando con las palabras de esos cuentos. Mira como estará de mal que se cree lo que lee. Está fatal. Y pobre Pedro, bebiendo los vientos por ella, y ella nada, distraída, como si no le interesaran las palabras de este mundo, como si las fuera a necesitar cuando se vaya pa el otro. Digo yo que en el otro mundo se hablará de otra manera, o no se hablará, vete tú a saber. De todas formas, lo que no creo es que vaya a necesitar tantas palabras, pa morirse no hace falta ninguna. Y pa vivir… bueno, alguna sí, pero no tantas.

Pues ahí la tienes, siempre con un libro en la mano, siempre buscando un rincón pa devorárselo a solas, en vez de estarse a solas con quien tiene que ser, con Pedro, por ejemplo. Y no es porque a mí me importe o me deje de importar, que a mí me da lo mismo, así se le vaya toda la cabeza dentro de tanto libro, a mí me da igual. Pero no hay que dejar de reconocer que no es un buen ejemplo: imagínate que a todas las mujeres del pueblo les diera por lo mismo, que me consta que más de una la quiere imitar, qué va a ser del pueblo si las mujeres no se ocupan de los asuntos de las mujeres; quién va a criar a los hijos; quién se va a ocupar de las casas; ¿no son estas modernas las que quieren trabajar igual que los hombres?; y ¡cómo van a trabajar con un libro debajo del brazo! Que no, que no se puede…

En mis tiempos esto no era así, las mujeres nos ocupábamos de lo nuestro. Bueno, no lo digo por mí, que tú ya sabes lo mío, pero sí por las demás. Yo qué más hubiera querido que cumplir con mi cometido en esta vida, pero todo se torció. Qué más hubiera querido yo que mi Juan hubiera vuelto de América, qué más hubiera querido yo. Pero Dios no lo quiso así. Pobre Juan. Y no te lleves por las malas lenguas que dicen que se buscó a otra en Venezuela, no, mi Juan no haría eso. Algo le pasó y no sabemos, y luego no pudo volver. Pobre Juan, seguro que se habrá pasado la vida, si la vivió, como yo, mirando a ese mar que se lo llevó y ya nunca más me lo devolvió: mar traicionero.

En fin, menos mal que por lo menos pude estudiar algo, porque en algo me tenía que ocupar, y ser la maestra de todos ustedes tampoco ha estado mal. Pero es que cuando me salen descarriadas como Marina, pienso en si yo tuve algo que ver. Aunque no creo, porque yo de libros les hablé lo justo, pa qué más, y yo de esas ideas que tiene ella en la cabeza no sé nada, ni falta que me hace, ni a ella tampoco.

El colmo es que he oído que quiere estudiar pa maestra, y luego querrá trabajar en mi puesto cuando yo me jubile. Lo que les faltaba a los chicos de este pueblo, una maestra que les llene la cabeza de pajaritos, a ellos, que les falta poco…