21 febrero 2024

El viaje interior V: «Doce llamadas perdidas»

 
Fotografía: Eduardo Castro

Los tablones de madera carcomida de la puerta invitaban a adentrarse en el universo escondido detrás de lo que pretendía asegurar un candado, un fechillo: un fallido. Como aquella historia del elefante que creció atado a una pequeña estaca de la que nunca aprendió a zafarse. Igual.

            De la misma manera encontré a los jóvenes después de la puerta: atados a sus dispositivos incapaces de zafarse. El candado estaba abierto, así que empujé la puerta, a punto de desvanecerse ante el mínimo silbido del viento. Pero el viento no silbaba. Los jóvenes, tampoco. Ni siquiera levantaron la mirada cuando entré, ni siquiera les interesó que entrara. Un silencio lleno de gente sin palabras. No sé por qué entré, quizá por lo sugerente de la fragilidad de las grietas.

            Conté doce chicos y chicas sentados en el suelo en torno a una mesa baja repleta de copas a medio consumir, como si ni siquiera eso les apremiara; colchones mal puestos por los rincones, con restos de encuentros que no podría asegurar que se hubieran producido, tan distraídos de sus cosas con sus cosas; rincones discretos que no habrían quedado descubiertos apenas en la generación anterior: en mi generación jugábamos a la cama caliente entre encuentro y encuentro, hirviendo de anhelo por el otro, cualquier otro insustituible cada vez.

            En eso, uno de los silenciosos dispositivos se atrevió a sonar. El sonido impertinente tampoco consiguió perturbar las miradas alienadas entre clics. 

            Nadie contestaba. El teléfono volvió a sonar, una y otra vez: conté doce veces. Nadie se movió de su sitio, como si habitaran una burbuja insonorizada, cada uno la suya. Como si los sonidos del mundo no les rozaran.

            El teléfono sonó una vez más, pero esta vez fue descolgado al segundo tono de llamada: «¡Hola!», contestó una voz de mujer. Los chicos continuaron anegados en sus pantallas, solucionada la interferencia por sí misma.

            La voz de la chica venía del patio, no sabía que hubiera alguien allí. Me asomé por la ventana abierta, que dejaba pasar la luz de la tarde a regañadientes, avariciosa. Tendría unos quince o dieciséis años, el pelo oscuro, brillante de sol y salitre, la piel tostada del final del verano, la mirada radiante, la sonrisa despejada. Mantenía una conversación telefónica con alguien que la divertía. Me miró de frente, sin disimulo, pero sin distraerse de lo que le interesaba.

            Cuando colgó, le pregunté si venía mucho por allí, parecía distinta a los demás. Me contestó que cada día, a esa hora, que aquel lugar era el único del pueblo donde encontraba intimidad para hablar con su novio. Ni siquiera se había dado cuenta de que en el interior de la casa había más gente. Me dijo que ella siempre entraba por la ventana de atrás, cuando volvía de la playa.

            —¿Por qué doce llamadas sin contestar?

            —Porque el trece es nuestro número de la suerte.

            Supuse que el rito se repetía cada tarde del verano, sin cambios.

            Pensé que aún quedaba margen para soñar.

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