En el pueblo de Berta ya no queda casi nadie para ocuparse de las cabras, así que ella se ocupa de todo: de los animales, de los quesos, de las matas…
Su hermana Matilde también se quedó a vivir en el pueblo con ella, después de que se murieran sus maridos. Sus maridos y todos los que se fueron muriendo desde que empezaron a morirse, de eso hacía ya mucho tiempo. La cosa es que los más viejos empezaron a morirse y los jóvenes se marcharon a otros pueblos más grandes, así que no hubo gente para cuidar de las cabras. Pero Berta y su hermana no sabían hacer otra cosa, y además, quién iba a encargarse de hacer el queso para vendérselo a los turistas.
Ellas se tenían que quedar, y como no tuvieron hijos que extrañar, pues se quedaron por gusto.
Por el gusto de amanecer colando el café en el fogón —que las cafeteras las carga el diablo—, mientras el sol se adivina más allá de la puerta abierta; mientras las gallinas se acercan a curiosear el nuevo día —los gallos no vienen, permanecen en sus puestos cumplidores con su oficio, ignorantes de que su canto despierta cada día a menos gente—; mientras los perros entran en la casa a olisquear los restos de la cena, por si les cae algo…
Matilde está delicada de salud, por eso se ha ido a vivir a la casa de Berta, así su hermana puede cuidar de ella y seguir ocupándose de sus cosas. En el pueblo no hay a quien pedir ayuda, cada uno tiene bastante con ayudarse a sí mismo. Los cuerpos gastados ya no les llegan para dispendios. Pero así y todo, los pocos vecinos que resisten pasan por la casa varias veces al día, por acompañar, sabedores de que pronto también les tocará a ellos: nadie debe emprender en soledad el último tránsito.
Y Berta lo hace todo de buena gana, tampoco se plantea otra cosa, tampoco puede ser de otra manera: así es el fluir de la vida.
Pero Matilde cada vez necesita más cuidados, y Berta no quiere dejarla sola mucho tiempo, así que va y viene repartiéndose entre todos sus asuntos. A Matilde solo le quedan las ganas de Berta, y a través de ellas se agarra a sus últimos días.
Por las noches, antes de dormirse, las hermanas conversan sobre sus vidas. Se recrean en el pasado porque se les acabó el futuro: el pasado revivido en las últimas noches del presente. Las dos saben que se están despidiendo y no quieren dejar nada sin decirse. Cuando Matilde no le contesta, Berta apaga la luz. A ver si la vida les regala una noche más, a ver si también sus cuentos retrasan el adiós. Y Berta se duerme, agotada de tanto empeño.
Matilde se levanta más tarde, el médico le ha dicho que debe descansar. Por eso Berta se toma el café sola, contemplando el amanecer al otro lado de la puerta. Y se toma el caldero entero, pensando en todos los amaneceres que le ha ofrecido esa puerta, en todos los cafés que se ha tomado mirando a través de ella. Pensando en las ilusiones que construyó con su marido, en los hijos que no tuvo, en la vida que hizo y en la que no. Pero ya tiene más que asumido que la luz de esos amaneceres colma todos sus anhelos.
Sale a echar de comer a los animales, pero vuelve pronto a ver si Matilde se despertó para llevarle café recién hecho, que según se terminó el suyo lo puso de nuevo al fuego. Pero no, sigue durmiendo.
Va a recoger los huevos de las gallinas, así le hace una tortilla con perejil y cebollas, que a su hermana le encanta. Vuelve. Matilde sigue descansando.
Ordeña las cabras. Matilde duerme.
Prepara para hacer el queso. Matilde no se despierta…
Berta se sienta en el patio, entre sus rosales y sus geranios, se toma todo el café de Matilde. El perro se le echa encima haciendo por abrazarla, compartiendo el sentimiento.
Las gallinas han dejado de cacarear, los gallos ya saben que no hay nadie a quien despertar, las cabras no darán leche hoy.
Los vecinos no tardarán en llegar, lo adivinarán por lo callados que están los animales, prudentes.
Berta sabe vivir sola, lo hizo durante muchos años, entre la muerte de su marido y la enfermedad de su hermana, pero lo que no sabe es que no tendrá a quien contarle hoy cómo le quedó el queso; cómo han madurado los nísperos —«no se te ocurra mezclarlos con leche, que se te corta en la barriga»—; cómo están echando flores las rosas —«van a estar bonitas para enramar las cruces de mayo»—; «¿cómo pasaste la noche?»; «¿hiciste potaje?». Berta no sabe vivir sin tener a quien cuidar —siempre cuidó de su hermana más chica—, para ella es lo mismo que no tener a quien amar: ¿cómo se vive sin amar?
Ella tiene sus animales y sus matas. También tiene la puerta de su casa, esa que la ha invitado a amanecer cada día, que no es poco.
Desde que se quedó sola, ha seguido con la costumbre de conversar con su hermana antes de dormirse, así le cuenta cómo le ha ido el día. Piensa que es bueno para las dos. Luego ha extendido la costumbre de hablar con la hermana por la mañana, y le sirve el café como a ella le gustaba. Después, en el patio le cuenta lo floridos que están los geranios y lo bien que se están dando las rosas. Mientras hace el queso, le comenta a cuánto se lo han pagado los guiris, de tanto que les gustó…
La verdad es que no le queda tiempo para visitar a los vecinos, que no han reparado en esta nueva manía de Berta, ocupados en sus propias manías de viejos, así que casi no sale de sus dominios. Ella en su casa lo tiene todo, y lo que no, se lo inventa atravesando la puerta que ilumina su mundo.
Relato lleno de nostalgia y cariño. Sigue así.
ResponderEliminarLlenando los ratitos de la soledad