01 junio 2025

La casa de la esquina


Desde que frecuentaban el barrio donde ahora viven, desde hace casi treinta años, la casa siempre había estado cerrada a cal y canto, como tantas otras de los alrededores. Es un barrio antiguo, de los que fundaron la ciudad, ni pobre ni rico, algo abandonado por todos, propietarios y ayuntamiento, que de un tiempo a esta parte están tratando de recuperar para el circuito urbano: una gentrificación en toda regla, como dicen ahora. Las casas, olvidadas durante décadas, incluido por sus actuales propietarios, herederos indiferentes a las historias de sus paredes gruesas, ya no tienen entidad para posicionarse como las señoronas que fueron en sus tiempos robustos. Descalcificadas como ancianas osteoporóticas a las que se le deshacen las junturas, impotentes para ofrecer cobijo. 

Manuel y María, enamorados del barrio desde siempre, consiguieron instalarse después de mucho buscar en una de las casas bien conservadas, renovadas para el siglo XXI. Vivían encantados en el corazón del Santa Cruz más chicharrero posible, el de chancletas y camiseta de asillas. El de chuletada con la familia los domingos en el patio. El de los vecinos que se intercambian las papas y los plátanos. El de los niños jugando en la calle sin tráfico. El del mar a tiro de chola. Un barrio de los de antes.

Pero un día la casa de la esquina, enfrente de la de Manuel y María, dejó de estar cerrada. Alguien la abrió a golpes y se instaló sin pedir permiso, aunque ella era incapaz de acoger a nadie de pura decadencia. Los vecinos lo vieron como la violación a una anciana indefensa. Y no tanto por la intromisión, que muchas de las casas abandonadas han sido reconvertidas en hogares provisionales por gentes sin recursos, sino por la violencia de sus ocupantes. Agresivos, intimidantes, amenazaban con cuchillos a los vecinos que protestaban por sus escándalos diarios hasta altas horas de la madrugada. Sabían que algunos tenían antecedentes penales, así que los vecinos dejaron de moverse por las calles más allá de lo imprescindible, y las mujeres, siempre acompañadas. Los niños dejaron de jugar en la calle sin tráfico, por los gritos.

La policía debía intervenir cada día, vigilar a los indeseables nuevos inquilinos y también a los vecinos, irritados por lo que consideraban una intromisión intolerable. Cada día una nueva protesta, una nueva trifulca, más gritos, más amenazas… Intervino el ayuntamiento y al final, la justicia consiguió desahuciarlos.

Dejaron la casa ultrajada, humillada, más abandonada que antes, más impotente que nunca, más sola que ninguna otra.

Esa madrugada, los vecinos escucharon ruido en la calle, como si alguien estuviera tratando de derribar las tablas que habían colocado para sellar las puertas rotas y evitar nuevas incursiones. Avisaron de nuevo a la policía: encontraron a dos adolescentes tratando de acceder a la vivienda vacía. No era la primera vez que venían.

Samir y Dalil tienen catorce años y están en un centro de acogida. No tienen más referentes que los inquilinos de esa casa. Se asustan cuando llega la policía, pero se van con ellos al centro sin protestar, aceptando una acogida que los deja indefensos en una cultura ajena. Perdidos entre normativas y procedimientos administrativos, la casa de la esquina era el único anclaje a su mundo. Quizá no el mejor de los mundos, pero uno concreto que habla su misma lengua.

23 abril 2025

Aurora

¡Feliz Día del Libro!



Aurora nunca había visto amanecer. Como si tuviera que conformarse con su nombre para reiniciar su vida cada mañana. O como si su propio nombre ya le bastase para iluminar su camino. Y nunca lo había visto en sus casi ochenta años.

            Un día se lo confesó a su sobrina, que no daba crédito. Le preguntó que cómo nunca lo había mencionado antes y la tía le dijo que por vergüenza. Y eso que con los años se despertaba cada vez más temprano, antes de que saliera el sol, pero nunca se había animado a salir a la calle a buscarlo, porque desde su casa encajonada entre edificios no lo podía ver. Ahora, además, se le había sumado el miedo, porque al fin y al cabo, para ella era un acontecimiento desconocido. Por eso se lo confesó a la sobrina, porque no se atrevía a decírselo a sus hijos, que seguro la tomarían por tonta, y necesitaba alguien que la acompañara a conocer la aurora de la que se copió su nombre. Cuando vivía su Pedro nunca se planteó la necesidad, pero de un tiempo a esta parte se le había convertido en una obsesión.

            La sobrina entendió la importancia del asunto para Aurora, y también su necesaria discreción con el resto de la familia, así que le propuso que conocería el amanecer a lo grande: la llevaría a verlo a Las Cañadas del Teide.

            Sin dar explicaciones, salieron de madrugada las dos en el coche de la sobrina con tiempo de sobra para ubicarse en el lugar perfecto, que allí arriba puede ser cualquiera. Aparcaron y extendieron una manta en el suelo. Iban bien abrigadas y pertrechadas con café caliente y rosquetes. Se tumbaron y la sobrina le cogió la mano, que a la tía le sudaba de emoción.

            Quietas, calladas, ninguna quería quebrantar el rito de aquella ceremonia iniciática. Empezaron a clarear los colores del alba. Cada vez más claro hasta que el sol atravesó el horizonte, brillante. La sobrina le cogió la mano más fuerte, ya no sudaba. Esperó a que la tía dijera algo, no quería arruinarle el momento con sus palabras. Pero al rato le pareció que el amanecer de ese día ya podía darse por concluido y la tía no hacía ningún comentario. Tampoco, movimientos: dormía como un tronco.

31 enero 2025

La casa


La casa estaba abandonada desde hacía tiempo. Eso se sabe porque las casas no saben disimular, y tampoco saben estar solas. Saben que si están mucho tiempo vacías se derrumbarán entre los huecos de sus muros. Sí, las casas saben mucho, de casi todo…

            Saben historias que se han contado en sus entrañas, historias que nadie contaría fuera de la protección de sus paredes. Historias que se olvidarán encastradas en su estructura, perdidas en sus tiempos. Historias que las apuntalan desde dentro para que no colapsen.

            Sin historias, la casa muere. Aunque parezca que aguanta en pie, se seca.

            En las mañanas brillantes, salir a recorrer las Ramblas es un imperativo local, aunque el sol brille sobre ellas muchos días al año. Aquella era una mañana así, y ese día la casa se había contagiado de tanta luz: lucía radiante, como si tuviera zapatos nuevos. Me llamó la atención y adiviné el motivo antes de saberlo.

            Me senté en el banco de enfrente, disimulando con enfrascamiento digital en el móvil, observando a través de las gafas de sol. Las puertas y las ventanas estaban abiertas, todas a la vez. Qué bueno, la irán a reformar, o a vender, o a habitar… Pero no había mucho trasiego de gente: pasó un rato hasta que entró alguien. Tampoco hacían ruido en el interior ni traían enseres ni la enseñaban a posibles compradores… Pero lo que estaba claro es que la casa se alegraba, así que algo sabría ella del asunto, que no parecía disgustarle. Porque si la fueran a demoler como la del final de la calle, que la pulverizaron en pocos días, no estaría tan contenta. A ella le tocaba salvarse, qué suerte. Ahora a ver quiénes serían sus salvadores y en qué condiciones. Me cansé de esperar más movimientos y deje la investigación para otro día.

            Pregunté por el barrio, pero nadie conocía los detalles y la mayoría se extrañó de mi interés. Supongo que pensarían que me quería quedar con ella, porque si no para qué querría saber.

            Pasé varios días por la puerta, por si me enteraba de algo, pero nada. Me percaté de que en realidad solo un hombre entraba y salía de la casa, el mismo del primer día. Entraba y salía, pero nunca llevaba cosas, si acaso, alguna bolsa aislada como de basura.

            Un día casi nos tropezamos a la puerta y le pregunté en el mismo impulso:

            —¡Vaya! Por fin alguien va a vivir en la casa…

            —¿Alguien? Ya están viviendo en ella —me contestó airado.

            —Ah, ¿sí? Pues no lo sabía.

            —Si es que este barrio es un puto desastre —continuó con el mismo tono.

            —No le entiendo, vivo aquí de toda la vida y no me parece que las cosas estén tan mal.

            —Claro, eso será porque en su casa no se le ha instalado una colonia de gallos y gallinas protegidos imposibles de desocupar. Son intocables, peor que el peor de los okupas. Los ampara la Ley. Parece que son de una especie canaria que creían extinguida desde hace más de cincuenta años, y mire usted por donde, deciden renacer justo en mi casa, ahora que ya había arreglado todo lo de la herencia y estaba a punto de empezar las reformas. Si es que no hay derecho, ¡qué país!

            —¡Vaya!, y ¿no los pueden trasladar a otro sitio?

            —Eso fue lo primero que pregunté yo, pero parece que no, como son una especie vulnerable, hay que dejarlos hacer a su antojo, para que no se estresen, que si me estreso yo es lo de menos, porque no soy una especie en riesgo de desaparecer. Pero claro, con lo cómodos que están allí, ¿a dónde se van a ir ellos en que estén mejor?

            —Pues si me lo permite, le propondría una solución…

            —¿Cuál? Si es que no la tiene.

            —Escuche…

            Varios meses después, la casa estaba completamente reformada. Al pasar una mañana por allí, vi a varias personas limpiando las ventanas, así que supuse que la obra estaría terminada. La colonia gallinácea tenía su propio lugar perfectamente acondicionado en el jardín lateral. Un letrero anunciaba visitas guiadas al gallinero protegido tres veces al día a un módico precio.

            —Buenos días —saludé al dueño que entraba en ese momento—, parece que todo terminó bien, ¿verdad?

            —Más que bien, y gracias a usted. Figúrese que he dejado mi trabajo y todo y ahora soy experto en gallinas sensibles.

            —Ah, qué bien. Y parece que ahora no quiere que se vayan, como veo que las ha encerrado.

            —Ah, no, de eso nada, ellas tuvieron tiempo de irse, ahora se quedan aquí.

            La casa seguía brillando en blanco al sol del mediodía. Quería una familia que la habitara, le daba igual la especie.

25 enero 2025

La mesa del desayuno

Imagen obtenida en RRSS


Matilde salió por la mañana después de desayunar. No recogió la mesa porque hacía solito y no se lo quería perder, que don Manuel, su médico, le había dicho que el sol era bueno para los huesos y ella seguía a rajatabla todos sus mandamientos. Salió como todos los días, menos cuando llovía porque tenía miedo a caerse, aunque donde vivía no es que lloviera mucho. 

La pobre, desde que murió su Ramón, lo hacía todo ella sola, incluidos los paseos por los alrededores de su casa, que mucho no se aventuraba por las calles de su barrio, todo bajadas y subidas. Qué distinto era antes, cuando más joven, que se pateaba esas mismas calles varias veces al día, unas veces de subida y otras de bajada, ni se daba cuenta. Pero desde que cumplió los noventa fue como si le cayeran encima de golpe, todos a la vez.

Nunca aceptó ayuda de nadie, ni de los servicios sociales del ayuntamiento, que hicieron por atenderlos, pero lo que le faltaba a ella, extraños en su casa, ni que ella fuera manca para no poder atender a la casa y a su marido como toda la vida. Lo que le faltaba. Ni siquiera al final, cuando su Ramón necesitaba ayuda para todo, y mira que don Manuel insistió en que ella no podía sola, pero que no y que no. 

Tampoco aceptó a nadie en su casa después de que su Ramón amaneciera frío a su lado en la cama que compartieron durante más de sesenta años y avisó descompuesta a los vecinos, paralizada por la impresión: jamás había recordado lo que escuchara en sus votos, que el matrimonio dura hasta que la muerte los separe, eso no se aplicaba al de ella con su Ramón, de ninguna manera. La muerte la cogió por sorpresa, como una intromisión en su intimidad que le resultaba imposible procesar. 

Y nunca la procesó, la pobre, porque además no tenía hijos ni familiares directos que pudieran reubicarla en su nueva realidad de anciana viuda. Tampoco demasiada relación con los vecinos, porque ellos habían sido siempre el uno del otro y de nadie más, que se bastaban y sobraban entre ellos mismos para habitar su microuniverso construido con el mimo que despliega el amor tranquilo, el que se arma con la conversación diaria, con el roce de la otra piel, con el «coge una rebequita, por si refresca» o con el café en la cama por las mañanas para prolongar la complicidad nocturna.

Pero Matilde no volvió esa mañana para recoger la cocina porque se tropezó en la calle y se rompió una cadera. Y menos mal que fue en la calle, porque si hubiera sido en su casa se la habrían encontrado días después, cuando la echaran de menos en sus paseos.

Sobrevivió a la cadera, pero se le fracturó el pensamiento y tuvieron que ingresarla en un centro para cuidarla, porque ahora sí que no podía cuidarse sola. Y así hasta que ya no sobrevivió más. La pobre.

Hoy han vuelto los del ayuntamiento a la casa de Matilde y Ramón, aunque estos son otros, y esta vez no pidieron permiso para entrar. La mesa del desayuno seguía sin recogerse después de más de veinte años, pero ya no va a hacer falta hacerlo. Los que entraron hoy a la casa vinieron para demolerla, parece que estorba para ensanchar la calle que ellos ya no van a pasear.