Antonio y Carmen no vivían juntos, pero como si vivieran, no son pareja, pero como si lo fueran, ellos se quieren como hermanos, porque lo son. Son hermanos de los que se cuidan mutuamente desde siempre, desde chicos, porque sus padres ya tenían bastante que cuidar y no les quedaba cuidado para ellos. Tampoco para los demás hermanos, que también se fueron cuidando entre ellos. Lo que Antonio y Carmen ya no se acordaban bien de quién se ocupaba de cada cual, porque además, se habían ido muriendo, así que les perdieron el rastro. El caso es que Antonio y Carmen son los únicos que quedan en pie, y bien puestos, por cierto, a pesar de los años. Antonio presume de ser el más joven, pero solo se llevan dos años: 86 y 88, y andan como punchas, los dos.
Los dos se casaron, tuvieron sus hijos, que volaron, enviudaron, y siguieron viviendo en la misma calle, los dos en las mismas casas desde el principio de sus tiempos. Ahora ya solos, pero cada uno en la suya.
Antonio es un dandi: alto y flaco, presumía con la ropa que le planchaba la hermana; usa sombrero para que no se le manche la calva con el sol y se perfuma siempre antes de salir a la calle, aunque solo sea un momento, incluso cuando se acercaba a la casa de su hermana, a la que iba varias veces al día para saber cómo estaba y tomarse el café con ella.
Carmen es hermana a tiempo completo: también flaca, no es tan presumida como Antonio, aunque va igual de planchada que él, faltaría más, que las vecinas están pendientes de todo; ella presume de que está como una puncha a sus 88 años, y así es.
Pero un día a Carmen le dieron unos mareos y las médicos empezaron a estudiarla. Antonio, preocupado porque la hermana siempre había sido su pilar, quiso que dejara de plancharle la ropa y le propuso contratar a una persona para que hiciera las tareas domésticas y que ella descansara, que bastante había trabajado ya.
—¡Qué dices! ¿En mi casa? De eso nada, en mi casa no entra una extraña para hacerme las cosas.
—Pero mujer, no ves que ya estás mayor y hace falta que te ayuden… en algún momento habrá que poner a alguien.
—¿Que yo estoy mayor? El que te oye es que tú eres un pibito.
—Bueno, yo soy más joven, y no me mareo, de momento…
—Que no, que a ti no te ha planchado la ropa más que tu Angustias y yo, y le prometí que yo me encargaba y no voy a romper ahora mi promesa.
—Mira que eres testaruda, mujer. Que ya no estás para hacerlo todo tú sola, y no hace falta que me planches más las camisas, ponemos a alguien para que haga todo y ya está.
—Que no, te digo.
Una mañana, cuando Antonio fue a tomarse su café diario con Carmen, se la encontró tirada en el suelo con la plancha encendida a pocos centímetros de su cara, todavía cogida con la mano por el mango.
—¡Carmen! ¡Carmen! ¿Qué te pasa? ¡Despierta! ¿Qué te pasó? —gritó Antonio hasta alertar a los vecinos, que llamaron a la ambulancia—. ¡Ay, Dios mío! No te la lleves, que es todo lo que yo tengo —les dijo a las puertas de la ambulancia cuando las cerraron con su hermana dentro: confusa, pero viva.
Carmen estuvo varios días ingresada en el hospital en observación y salió con un marcapasos para controlarle justo eso, los pasos y que no volviera a perder pie. Del resto se ocupó su hermano, todavía no repuesto del todo del susto.
Cuando Antonio la llevó de vuelta a casa, Carmen se encontró con que el hermano se había instalado con ella. Toda la casa estaba impoluta y no había ropa que planchar. Hasta las plantas del balcón lucían como más frondosas que hacía unos días. La gatita, ya tan vieja como ellos, se acercó a saludarlos a los dos, encantada del acompañamiento.
—Ya está, hermana. Me vine a tu casa porque es más grande que la mía y tiene más luz. Ya tengo apalabrado alquilar la mía y así nos ayuda a pagar a Felisa, que va a venir a arreglar la casa tres veces a la semana. Y tú, siéntate aquí. —No le dejó turno de réplica.
—Pon el café al fuego —contestó la hermana, agradecida.


