31 enero 2025

La casa


La casa estaba abandonada desde hacía tiempo. Eso se sabe porque las casas no saben disimular, y tampoco saben estar solas. Saben que si están mucho tiempo vacías se derrumbarán entre los huecos de sus muros. Sí, las casas saben mucho, de casi todo…

            Saben historias que se han contado en sus entrañas, historias que nadie contaría fuera de la protección de sus paredes. Historias que se olvidarán encastradas en su estructura, perdidas en sus tiempos. Historias que las apuntalan desde dentro para que no colapsen.

            Sin historias, la casa muere. Aunque parezca que aguanta en pie, se seca.

            En las mañanas brillantes, salir a recorrer las Ramblas es un imperativo local, aunque el sol brille sobre ellas muchos días al año. Aquella era una mañana así, y ese día la casa se había contagiado de tanta luz: lucía radiante, como si tuviera zapatos nuevos. Me llamó la atención y adiviné el motivo antes de saberlo.

            Me senté en el banco de enfrente, disimulando con enfrascamiento digital en el móvil, observando a través de las gafas de sol. Las puertas y las ventanas estaban abiertas, todas a la vez. Qué bueno, la irán a reformar, o a vender, o a habitar… Pero no había mucho trasiego de gente: pasó un rato hasta que entró alguien. Tampoco hacían ruido en el interior ni traían enseres ni la enseñaban a posibles compradores… Pero lo que estaba claro es que la casa se alegraba, así que algo sabría ella del asunto, que no parecía disgustarle. Porque si la fueran a demoler como la del final de la calle, que la pulverizaron en pocos días, no estaría tan contenta. A ella le tocaba salvarse, qué suerte. Ahora a ver quiénes serían sus salvadores y en qué condiciones. Me cansé de esperar más movimientos y deje la investigación para otro día.

            Pregunté por el barrio, pero nadie conocía los detalles y la mayoría se extrañó de mi interés. Supongo que pensarían que me quería quedar con ella, porque si no para qué querría saber.

            Pasé varios días por la puerta, por si me enteraba de algo, pero nada. Me percaté de que en realidad solo un hombre entraba y salía de la casa, el mismo del primer día. Entraba y salía, pero nunca llevaba cosas, si acaso, alguna bolsa aislada como de basura.

            Un día casi nos tropezamos a la puerta y le pregunté en el mismo impulso:

            —¡Vaya! Por fin alguien va a vivir en la casa…

            —¿Alguien? Ya están viviendo en ella —me contestó airado.

            —Ah, ¿sí? Pues no lo sabía.

            —Si es que este barrio es un puto desastre —continuó con el mismo tono.

            —No le entiendo, vivo aquí de toda la vida y no me parece que las cosas estén tan mal.

            —Claro, eso será porque en su casa no se le ha instalado una colonia de gallos y gallinas protegidos imposibles de desocupar. Son intocables, peor que el peor de los okupas. Los ampara la Ley. Parece que son de una especie canaria que creían extinguida desde hace más de cincuenta años, y mire usted por donde, deciden renacer justo en mi casa, ahora que ya había arreglado todo lo de la herencia y estaba a punto de empezar las reformas. Si es que no hay derecho, ¡qué país!

            —¡Vaya!, y ¿no los pueden trasladar a otro sitio?

            —Eso fue lo primero que pregunté yo, pero parece que no, como son una especie vulnerable, hay que dejarlos hacer a su antojo, para que no se estresen, que si me estreso yo es lo de menos, porque no soy una especie en riesgo de desaparecer. Pero claro, con lo cómodos que están allí, ¿a dónde se van a ir ellos en que estén mejor?

            —Pues si me lo permite, le propondría una solución…

            —¿Cuál? Si es que no la tiene.

            —Escuche…

            Varios meses después, la casa estaba completamente reformada. Al pasar una mañana por allí, vi a varias personas limpiando las ventanas, así que supuse que la obra estaría terminada. La colonia gallinácea tenía su propio lugar perfectamente acondicionado en el jardín lateral. Un letrero anunciaba visitas guiadas al gallinero protegido tres veces al día a un módico precio.

            —Buenos días —saludé al dueño que entraba en ese momento—, parece que todo terminó bien, ¿verdad?

            —Más que bien, y gracias a usted. Figúrese que he dejado mi trabajo y todo y ahora soy experto en gallinas sensibles.

            —Ah, qué bien. Y parece que ahora no quiere que se vayan, como veo que las ha encerrado.

            —Ah, no, de eso nada, ellas tuvieron tiempo de irse, ahora se quedan aquí.

            La casa seguía brillando en blanco al sol del mediodía. Quería una familia que la habitara, le daba igual la especie.

25 enero 2025

La mesa del desayuno

Imagen obtenida en RRSS


Matilde salió por la mañana después de desayunar. No recogió la mesa porque hacía solito y no se lo quería perder, que don Manuel, su médico, le había dicho que el sol era bueno para los huesos y ella seguía a rajatabla todos sus mandamientos. Salió como todos los días, menos cuando llovía porque tenía miedo a caerse, aunque donde vivía no es que lloviera mucho. 

La pobre, desde que murió su Ramón, lo hacía todo ella sola, incluidos los paseos por los alrededores de su casa, que mucho no se aventuraba por las calles de su barrio, todo bajadas y subidas. Qué distinto era antes, cuando más joven, que se pateaba esas mismas calles varias veces al día, unas veces de subida y otras de bajada, ni se daba cuenta. Pero desde que cumplió los noventa fue como si le cayeran encima de golpe, todos a la vez.

Nunca aceptó ayuda de nadie, ni de los servicios sociales del ayuntamiento, que hicieron por atenderlos, pero lo que le faltaba a ella, extraños en su casa, ni que ella fuera manca para no poder atender a la casa y a su marido como toda la vida. Lo que le faltaba. Ni siquiera al final, cuando su Ramón necesitaba ayuda para todo, y mira que don Manuel insistió en que ella no podía sola, pero que no y que no. 

Tampoco aceptó a nadie en su casa después de que su Ramón amaneciera frío a su lado en la cama que compartieron durante más de sesenta años y avisó descompuesta a los vecinos, paralizada por la impresión: jamás había recordado lo que escuchara en sus votos, que el matrimonio dura hasta que la muerte los separe, eso no se aplicaba al de ella con su Ramón, de ninguna manera. La muerte la cogió por sorpresa, como una intromisión en su intimidad que le resultaba imposible procesar. 

Y nunca la procesó, la pobre, porque además no tenía hijos ni familiares directos que pudieran reubicarla en su nueva realidad de anciana viuda. Tampoco demasiada relación con los vecinos, porque ellos habían sido siempre el uno del otro y de nadie más, que se bastaban y sobraban entre ellos mismos para habitar su microuniverso construido con el mimo que despliega el amor tranquilo, el que se arma con la conversación diaria, con el roce de la otra piel, con el «coge una rebequita, por si refresca» o con el café en la cama por las mañanas para prolongar la complicidad nocturna.

Pero Matilde no volvió esa mañana para recoger la cocina porque se tropezó en la calle y se rompió una cadera. Y menos mal que fue en la calle, porque si hubiera sido en su casa se la habrían encontrado días después, cuando la echaran de menos en sus paseos.

Sobrevivió a la cadera, pero se le fracturó el pensamiento y tuvieron que ingresarla en un centro para cuidarla, porque ahora sí que no podía cuidarse sola. Y así hasta que ya no sobrevivió más. La pobre.

Hoy han vuelto los del ayuntamiento a la casa de Matilde y Ramón, aunque estos son otros, y esta vez no pidieron permiso para entrar. La mesa del desayuno seguía sin recogerse después de más de veinte años, pero ya no va a hacer falta hacerlo. Los que entraron hoy a la casa vinieron para demolerla, parece que estorba para ensanchar la calle que ellos ya no van a pasear.

21 diciembre 2024

Presentación de Tranquilo en las montañas de Rusia, de Claudio Colina Pontes

Bonita tarde la de ayer compartiendo casicienes en las montañas de Rusia con tantos amigos, que no son tan tranquilas, como quedó patente en las palabras de Claudio, son montañas con mucho ambiente. Claudio, tentado desde chico por investigar el otro lado del Telón de Acero, como se le pasó el arroz para esta investigación, lo coloca de su puño y letra en espacios satelitales plagados de meteoritos, cosmonautas y platillos volantes modelos años setenta, lo que corresponde para no incurrir en anacronismos, que él es muy normativo. Lo que no está reñido con su afición por forzar las palabras: de hecho, le he propuesto a la Fundéu (meteorito) dinosauriodefinitivo como palabra del año 2025, a ver si hay suerte, y como segunda opción, solteramente, aunque a esta le tengo menos fe porque ya sabemos que los de la RAE son poco de mente. Que por cierto, hablando de meteoritos, quedó establecido que hoy, día 21 de diciembre, se fijaba como la Fiesta Nacional del Meteorito, a ver si el año que viene lo hacen festivo para celebrarlo como Dios o, incorruptamente, la Siervi, que todavía Claudio no tiene claro a quién va a dirigir sus oraciones, mandan. Y es que Claudio pretende conjurar para que el meteorito se desintegre en palabras-navaja-suiza que repartan sabiduría por todo el mundo como único camino para derrotar la auténtica amenaza para la humanidad: la ignorancia.

En definitiva, deliciosos microrrelatos que les invito a leer despacio para saborearlos en su justa dimensión. Si les pasa como a mí, que alguno no lo entienden bien, léanlo otra vez más despacio todavía, porque esos son los que tienen más chicha. Justo esos son los que, como soy de natural letraenvidiosa (Claudio, permíteme el plagio), me dieron ganas de gritar: ¡Jo...!, no puedo con él.

Muchas gracias a todos los asistentes, a la Asociación Blanco y Negro de El Toscal por cedernos sus instalaciones para la presentación y a Claudio por proponerme un nuevo enredo entre sus letras.

Un abrazo a todos y feliz Navidad.


Bibliografía de Claudio Colina Pontes:

Relatos:

    Cuaderno asintomático (2007)

    Al norte de abril (2016)

    Manieristas (2021)

    Tranquilo en las montañas de Rusia (2024)

 

Novelas:

    Escaleno (2014)

    Ocho (2021)

 

Premios:

    III Concurso de Relato Breve de la Biblioteca Municipal de El Tanque, Tenerife, en 2006 con A la sombra de un naranjo

    Premio de Relato Corto Isaac de Vega de CajaCanarias en 2008 con Delta







28 noviembre 2024

Presentación de El candil del sabio, de Héctor Roldán

Presentación de El candil del sabio en la librería Lemus de La Laguna el jueves 28 de noviembre de 2024, del que ya escribí una crítica que puedes leer aquí: Sobre El candil del sabio, de Héctor Roldán Delgado


«Buenas tardes a todos, y añado a los agradecimientos que acaba de mencionar Héctor el agradecimiento a él mismo por confiar en mí para la presentación de su libro… de su primer libro, porque ya nos contará después lo que se trae entre manos.

Estaba yo pensando en cómo enfocar esta presentación y se me ocurrió empezar por el tópico de definir el género de El candil del sabio, costumbre que quizá deberíamos ir abandonando, dada tan enriquecedora hibridez creativa de nuestros tiempos. Pues eso, y tomé la decisión de definirlo como de autoayuda.

Sí, El candil del sabio es un libro de autoayuda, como todos los libros que se han escrito desde que se inventó la escritura hace más de 5000 años. Todavía recuerdo lo que me autoayudé de chica con La isla del tesoro. Pues eso, lo que pasa es que hay que saber con qué lecturas se autoayuda uno. También con qué escrituras pretende uno que los demás se ayuden a sí mismos. 

Y esto es lo que pensó Héctor (creo yo, pero él nos lo tendrá que confirmar o no), y como tenía un amigo que pasaba por una época mala, incluso muy mala, en ese momento «tuvimos una conversación, por ejemplo, en un café en un parque público, a la sombra estival de un ficus gigante». Como buen hombre de ciencias (para los que no lo conozcan, Héctor es neurocirujano), se puso a investigar con fundamento, porque si vamos a hacer algo, lo vamos a hacer bien, y qué mejor que recurrir a los clásicos —de letras— que es la filosofía que nos ha tratado de iluminar el camino durante más de 2000 años, así que algo tendrá que decirnos. Con toda esta documentación, se lanzó a escribir las Doce lecciones de vida de la filosofía clásica para épocas de crisis, lecciones elaboradas con sus propias aportaciones». 



04 noviembre 2024

Los dos hermanos

Los dos hermanos venían caminando hacia mí por la Rambla. Bueno, no sé si serían hermanos, pero se parecían mucho. Aunque la gente que convive acaba pareciéndose mucho, aunque no sean hermanos. Y hasta los animales, o no se han fijado en el parecido de los perros con sus humanos: en mi edificio hay un golden retriever que es clavado al dueño, solo se diferencian en el color del pelo. Y en algún que otro detalle menor.

            Los dos hermanos lampiños, que no sé si son hermanos, pero lampiños sí que son, cincuentones, vestidos como en los años cincuenta, que es cuando aprendió a vestir su madre a sus hombres. Porque seguro que los vestía la madre, eso seguro. Las frentes bastante despejadas de pelo, y las coronillas, que ya no les daba para fleco. Seguro que su madre les cortaba ella misma el fleco de chicos, pero ahora se podía ahorrar el trabajo. Aunque su madre igual ya no viviría. Seguro que no, porque si no, no los dejaría salir a la calle con la raya de los pantalones beis mal planchada. Las de los dos: cuatro rayas en total. Claro que no. Pero ellos como si viviera, viviendo de las rentas de todo lo que les enseñó. Puede que incluso viviendo justo de las rentas de la madre: en la misma casa de la madre, con los mismos platos y cubiertos y cuencos y tazas de café… Los manteles seguro que no los sacarían de la cómoda, a ver quién iba a planchar esos manteles de algodón bordados. Los guardarían para cuando se casaran, como dote para las que los pillaran. «Quién pillará a mis hijos, quién será, porque todavía no ha nacido la que los merezca». Y eso ellos lo sabían bien porque su madre se pasó la vida repitiéndoselo.

            Los dos hermanos por la Rambla, que solo les faltaba cogerse de la mano, clavados.

            Pero a ver, es que cuando me pongo a inventar me lo creo todo, si es que me monto unas películas... Estos dos señores serán hermanos o no, y a mí qué me importa. Como si fuera ilegal, o pecado, pasearse por la Rambla, incluso cogidos de la mano, que ya se puede. Y todo eso que me acabo de inventar no son más que prejuicios, a saber a qué se dedican y cómo se han montado su vida. Como si la gente no pudiera vivir como le diera la gana. En fin, que lo de su madre seguro que no es así…

            Al cruzarme con ellos me asalta un olor intenso a Nenuco.

            No voy a seguir inventando, que ya está bien, pero seguro que la compran a granel en el súper, para los dos, como ha hecho su madre toda la vida, que a granel es mucho más barata.

            Y todo esto en lo que tarda uno en cruzarse con alguien en la calle. Me lo tengo que hacer ver…

            También podría ser que fueran huérfanos, abandonados en la Casa Cuna al poco de nacer, pero amparados por la cocinera, que no se los podría llevar a la casa porque ya tenía cinco hijos, lo que sí los ayudó a estudiar, para que se hicieran hombres de provecho… Pero ya, ya, ya… lo dejo cuando quiera...


29 octubre 2024

El camión limpio

El camión del ayuntamiento aparca en la plaza cada dos martes. Todo el día. Desde la mañana a la noche. Un operario se ocupa de recoger los despojos de la tecnología para llevarlos después al punto limpio con el camión, que si no, nosotros no los llevamos. Eso es así.

    Todo el día en el camión, de la mañana a la noche.

    O por los alrededores del camión, hablando con la gente, siempre de buen humor. Contento con su participación en el mundo. Conversando con la gente de la plaza, integrado como si fuera del barrio cada martes. Y los demás días se integrará en los otros barrios de su recorrido limpio.

    Lleva ropa fluorescente, es el uniforme del ayuntamiento. Orgulloso de llevar uniforme porque así también lleva dinero a casa. Contento.

    Y tiene barriga, la verdad. Poco ejercicio hará el pobre, todo el día moviéndose solo por los alrededores del camión. Pero contento, eso sí, hablando con todo el mundo, agradeciendo la contribución de cada uno a su camión. Yo me paso las semanas tratando de encontrar por casa algo que llevarle al hombre para que se ponga contento. Supongo que se sentirá mejor cuanto más lleno se lleve el camión. Para eso está ahí. Es su trabajo y lo hace bien, con ganas.

    Esta tarde estaba el camión abierto, como siempre, pero ya era de noche y chispeaba, así que el hombre se sentó dentro con la luz encendida. No había mucha gente en la plaza con quien hablar. Yo ya le había acercado mi contribución de la semana por la mañana. No fue mucho: un artilugio eléctrico contra los mosquitos que ya no recordaba de dónde había salido, pero lo suficiente para quedarme tranquila. Las semanas que no encontraba nada que llevarle pasaba por el camión haciéndome la distraída, no fuera el hombre a pensar que me estaba desentendiendo de mis obligaciones tributarias con la basura.

    El hombre estaba sentado dentro, con la barriga fosforescente rodeándole la cintura como al muñeco Michelín. Sonreía leyendo un libro de tapa dura, rojo envejecido y de páginas amarillentas. Quizá alguien se lo llevó confundido y él aprovecho para reciclarlo. En su camión todo tiene varias vidas, y el también.

    La próxima semana le llevo más libros.




07 octubre 2024

Carta a la amada, de Xavier P. DoCampo

Querida:

No creo que sea un disparate que te envíe una carta, porque todo lo que he escrito siempre ha sido una larga carta que te dirigía. Además, era una carta con trampa, pues siempre podía espiar tu cara mientras la leías. Nunca estabas lejos, siempre a una distancia tan corta que podía ver tus ojos y tocarte con mi mano.

Puedo escuchar tu palabra e inventar la palabra que deseas para entregártela como mi mejor regalo. Estoy convencido de que son las palabras lo que más nos une. Tú sabes que siempre he dicho que contar un cuento es el acto de amor más sublime que se puede ofrecer a un ser querido. Los amantes se cuentan cuentos para que el amor habite entre ellos y nunca los abandone. Es el conjuro más poderoso para ahuyentar cualquier hechizo que se pueda preparar para destruir el amor. ¿Contaba cuentos Sherezade cada noche para conjurar la muerte? No..., lo hacía para seducir al rey Sahriyar en las redes de la palabra. Preparó aquella rueda sinfín de cuentos para que el amor fuese brotando en su corazón. Para ella la muerte era el desamor de aquel hombre que, poco a poco, iba siendo presa de la palabra; y por ella, por la palabra, se le metió dentro aquella mujer que parecía la dueña de todas las palabras.

Pues ya ves... Tú y yo, igual. Las palabras fueron nuestro cobijo más suave y amable. En él nos sentíamos tan a gusto que no queríamos salir. Cuántas palabras le robé a la literatura para llevártelas a ti como quien lleva una valiosa ofrenda al altar. Cuántos poetas me prestaron las palabras que más me emocionaban para emocionarte. Eso es la literatura: una emoción compartida. Qué hermoso juego de complicidades fue la mano que nos tendíamos el uno al otro llevando en ella el libro que contenía las palabras que nos queríamos decir. Los libros fueron el lugar de encuentro al que íbamos buscándonos, hasta el punto de amarlos como objetos preciosos. Verte tocar un libro, mirar cómo pasabas tu mano por la portada muy lentamente, con suavidad, era como ver tu mano cuando me acaricias. Pensaba: «Así caminan tus manos sobre mi piel». Después lo tocaba y era como leer tu caricia.

Y, entonces, quise ser escritor para entregarte mis palabras, aquellas que inventaba sólo para ti. Y en todos estos años conseguí escribir unas pocas líneas que te vi leer con emoción, la misma emoción que me oprimía el alma y que me cerraba la garganta al escribirlas. Una nueva emoción compartida... ¡Otra vez la literatura!... La magia de las palabras...

Y aquí estamos... Seguimos en el camino, recogiendo palabras hermosas. Dentro de poco nuestras manos, esas que acarician las portadas de los libros, las mismas que se tocan y se buscan mientras leemos un poema en voz alta; esas, con las que nos ofrecemos las palabras encerradas en un libro, comenzarán a mostrar las manchas que nos avisan que el tiempo se agota. Seguiremos buscando palabras nuevas y estoy seguro de que, en ese momento, seremos más generosos que nunca al compartirlas. Y seguiré deseando tocarte..., y llegar a tu lado..., y besarte los pies, porque, dicho también ahora con palabras prestadas: «Bajo tus pies está el Paraíso».

Te quiero.

Ilustración: Raquel Marín

04 octubre 2024

Popota


Qué culpa tendrán los gatos negros de haber nacido así. Es como si tuvieran culpa de haber nacido gatitos, porque nacen así, chiquitos. Digo qué culpa tendrán de que a los humanos nos haya dado por responsabilizarlos de todo lo que nos sale mal después de que se nos crucen en el camino. Que se nos cruza un gato negro mientras caminamos y luego nos torcemos un tobillo, pues ya sabemos por qué; que se nos cruza mientras conducimos y luego nos estampamos en una esquina, pues nada que ver con habernos saltado un ceda el paso; que se nos cruza y cuando llegamos a casa se ha roto la nevera, pues…

            En fin, que yo no creo en esas cosas, que me parecen tonterías de brujas y cuentos de hadas. Por eso nunca me preocupó encontrarme con el pobre gatito negro que llevaba atado uno de los asiduos de las Ramblas. Como si fuera un perro, el pobre, que debía de pasar una vergüenza, porque si de algo reniegan los gatos es de que los comparen con los perros, ellos, tan distinguidos, tan listos, donde vamos a comparar… Pues eso, el pobre gatito iba con el hombre a todas partes. Pobrecito, se le veía resignado, como aceptando la fatalidad de su cautiverio al aire libre.

            Y qué guapo era, y listo, sabía que me fijaba en él y cuando nos encontrábamos, me miraba de frente, como si me quisiera decir algo, que lo rescatara, pensaba yo, pero tampoco lo sabía seguro. A veces, parecía que pretendía intimidarme, que otra más supersticiosa que yo habría corrido a hacerse un rezado, pero yo no, que ya les dije que no creo en esas cosas.

            Alguna vez me llegué a plantear quién llevaba atado a quién, porque la verdad, el humano que le tocó estaba bastante de atar. El hombre dormía en los bancos de la calle y, algunas veces, directamente en el suelo, pero no en lugares asocados, protegidos, sino en medio de la calle, tumbado en perpendicular a las paredes o los parterres de las plantas. Según donde le diera por dormirse, había que tener cuidado con no tropezarse con él. Y el gato enroscado al lado, vigilando hasta con los ojos cerrados, sin perder detalle.

            Una mañana salí más temprano de lo habitual caminando hacia el trabajo. Era noche cerrada. Solía encontrarme con la extraña pareja casi todos los días en mi recorrido por las Ramblas. Ese día también estaban: dormían en uno de los bancos. Bueno, dormía el hombre, porque el gato me miraba con determinación hipnótica, como si tuviera algo preparado para mí. Como si me estuviera esperando. No sé por qué —bueno, sí lo sé— me acerqué hasta sus dominios. No sé por qué —bueno, sí— lo desaté con sigilo. No sé por qué me quedé parada contemplando cómo se marchaba tranquilamente de camino al barranco, sin prisas. Cómo me echó una última mirada antes de desaparecer negro sobre negro.

            Menos mal que el hombre no se despertó en ese momento, porque si no me hubiera encontrado allí pasmada y hubiera empatado con lo de la liberación del secuestrado tizón. 

            Cuando se marchó el gato, fue como el segundo despertar del día. Seguí hacia mi trabajo pensando en tomarme un café nada más llegar: negro, muy negro. No conté nada a mis compañeros porque no estaba segura de haber hecho una buena obra, por si acaso…

            No volví a ver al hombre, pensé que se desriscaría buscando al gato en el barranco, porque seguro que sabría hacia dónde se fugó, o que se mudó de barrio, o que se fue para el otro barrio… yo que sé.

            Unos meses después me invitaron a una charla TED en el TEA —vaya, casi me sale un pareado—. Me pareció que el tema sería interesante: Blanco sobre negro, un reencuentro. El ponente empezó presentándose:

            —Me llamo Ismael, y he vuelto no sé de dónde. Les seré sincero, el motivo fundamental por el que imparto estas charlas es por si encuentro a alguien que pueda rellenarme los huecos que tengo en el cerebro. Como no puedo empezar por el verdadero principio, porque no lo conozco, empezaré por el que sí conozco, que es realmente el segundo principio. 

            A mí me sonaba esa cara, pero de qué…

            —Una mañana me desperté en un banco de la Rambla, en medio de Santa Cruz, sucio, envuelto en harapos, y con un hambre que parecía venir del principio de los tiempos, que era mi caso. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí, sigo sin tener la menor idea. No sabía de dónde venía ni a dónde ir, pero como el hambre es una gran orientadora, le pregunté al señor del quiosco que está junto al banco y que acababa de abrir si sabía dónde podía comer sin dinero. Me dijo: «Ismael, tú ya sabes que tienes que ir al albergue, que todos los días te comes mi bocata. Venga, toma, ya está, yo me compro otro después en el bar». Así aprendí de golpe que me llamaba Ismael y que, por lo visto, aquel era mi barrio y había quien me conocía mejor que yo mismo. El hombre siguió: «Por cierto, ¿dónde tienes a Popota? ¿Se te escapó?». No tenía ni idea de a qué se refería, pero no podía preguntarle por todas mis lagunas de golpe, así que le dije que creía que sí. «Es que ya se sabe que los gatos no sirven para estar amarrados». 

            »De esto hace unos nueve meses, y tengo que agradecerle a Manuel, que así se llama mi amigo el del quiosco —que me prometió que vendría a escucharme, así que estará por ahí, entre ustedes—, que me haya ayudado tanto en mi reencuentro con el mundo. Me contó de mis andanzas con el gato, que no sabía de dónde lo había sacado, y me apoyó en toda mi recuperación. Incluso me ayudó a encontrar trabajo en el bar de enfrente y pasé a prepararle yo mismo los bocatas.

            »Y hablando y hablando con la gente que iba al bar, que ya se sabe que los camareros van antes que los psicólogos, un señor me invitó a impartir un día una charla motivacional en su empresa, y desde ahí hasta aquí ha ido todo rodado.

            »El día en que firmé el contrato con mi actual empresa, se me pasó una idea un poco loca por la cabeza y quería contrastarla, así que fui a hablar de nuevo con mi amigo Manuel para preguntarle de qué color era Popota: «Negro tizón», me contestó.

            »Yo, porque no creo en estas cosas, pero haberlas, haylas.

            Claro que me sonaba la cara, y menos mal que yo no creo en estas cosas, pero así y todo, voy a ver si encuentro al gato en el barranco, tengo una conversación pendiente con él.


Nota: Popota es el gato de El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov.

28 septiembre 2024

Brotes verdes


La demolición del edificio marchaba a buen ritmo, incluso más rápido de lo que sus promotores hubieran imaginado: con lo que les costó convencer a las autoridades de que ese edificio no tenía nada que conservar para la posteridad… Ya se sabe que destruir es mucho más sencillo que construir. En realidad, nadie se había planteado el interés cultural de las austeras paredes lisas, sin aparente intencionalidad artística alguna, que conformaban la esquina justo antes del puente sobre el barranco de Santos. Pero ahora que las posiciones en el ayuntamiento se habían dividido, las opiniones en la calle también, que a la gente le gusta pertenecer a un bando para socializar. Así, habían surgido teorías de todo tipo en cuanto al sentido del proyecto incial: que si lo construyó un empresario acaudalado para albergar a todos sus parientes pobres; que si sus primeros moradores nunca acabaron de morirse y sus almas siguen transitando por las escaleras; que si sus últimos moradores, igual de pobres que los primeros pero más viejos, fueron realojados en pisos sin ascensor de barriadas periféricas. Nadie lo sabe seguro porque no han trascendido documentos que acrediten ninguna de las teorías, y ya se sabe que lo que no está escrito, desaparece o se modifica con las aportaciones de cada contador del cuento.

            En fin, que sea como fuera, nadie había podido detener el progresivo acortamiento de sus muros. Pero ahora llevaba unos días en el mismo punto, como si el proceso se hubiera enlentecido de repente. Pregunté por los alrededores, pero nadie parecía haberse dado cuenta. Sí es verdad que el señor del quiosco de la plaza que está justo enfrente me dijo que llevaba días sin escuchar la maquinaria rompedora, pero tampoco había caído hasta que se lo comenté: la ausencia de ruido no se nota.

            Pasaron los días y se reanudaron las tareas, pero poco a poco fue ostensible que uno de los muros no decrecía como los demás. Parecía que iba a sobrevivir a la purga, pero por qué. Para qué.

            Una tarde el edificio me cogió de paso en el camino hacia mis actividades y, como iba con tiempo y no había nadie en la obra que fuera a cuestionar mi curiosidad, pues me acerqué a investigar. Di la vuelta a la manzana destruida hasta que llegué a la pared que permanecía más alta. La revisé bien. Me llamaron la atención unas flechas marcadas con tinta negra en la única esquina conservada. Señalaban la cara interna de los muros. En aquella parte de la obra no habían colocado los paneles metálicos que suelen delimitar el área de influencia de las obras, para que a nadie le caigan cascotes en la cabeza, y solo había una tela plastificada. Miré alrededor, por si a alguien le pudieran interesar mis movimientos, pero no parecía que mis inquietudes fueran del interés colectivo, así que me colé. Lo que había dentro de los restos de lo que parecía un patio interior me sorprendió: una rama de laurel crecía frondosa desde dentro de la misma pared; una línea roja circundaba el contorno que la sujetaba al muro; la rama parecía mirarme desafiante, seguramente acostumbrada a mirar de esa manera a todo el que se le acercaba últimamente. Le saqué una foto para enterarme bien de su  importancia vital para ser capaz, aparentemente, de detener el derrumbe de su casa por encima de los intereses inmobiliarios del municipio. Para ser capaz de defender su sitio «por encima de su cadáver», y ganar la partida.

            Me pasé varios días haciendo averiguaciones entre los fijos del entorno de la obra demoledora, pero nadie sabía nada de lo que podría albergar ese presunto ex patio interior que nadie conocía. Una tarde me encontré a una anciana encorvada, porque sus vértebras soportaron peor el paso del tiempo que ella misma, haciendo por entrar a los restos del edificio por donde yo misma había accedido días atrás. Se me aceleró el corazón y me colocó toda la sangre en la cabeza para activarme el modo alerta. La seguí, esta vez sin detenerme a comprobar si alguien me miraba o no, pero cauta para que la señora no se asustara y se marchara corriendo. Entré detrás de ella. Ni me vio ni me escuchó, estaría algo ciega y sorda, además de demasiado absorta en su tarea, que consistía en regar el muro y conversar con la planta. Me oculté detrás de unos tablones.

            —Amiga, cada día estás más guapa. Qué orgullosa estoy de ti. Estos cabrones no van a poder con nosotras, no lo dudes. No hay más que verte para estar segura de que va a ser así. Y qué bien lo estás haciendo todo, no cabe duda de que son muchos años juntas y que nos entendemos a la perfección. Yo no me he entendido tan bien con nadie más, ni animal ni vegetal, ni vivo ni muerto. Y tú sabes por qué te lo digo, que las conversaciones con mi difunto por las escaleras no cuentan como entendimiento, que no lo hicimos en sesenta años de matrimonio ni lo vamos a hacer después. Ya te dije que yo me entero de todo por el nieto de mi vecina del bloque cochambroso donde nos colocaron ahora estos hijos de su madre, que trabaja en la obra. Cuando me contó lo del otro día, casi me meo, me dio un ataque de tos de la risa que la vecina estuvo por llamar al médico. Ella también se partía de risa, que conoce todos los detalles del tema que nos tenemos entre manos. Parece que el nieto no entendía tanta risa cuando se lo contó, mientras que él todavía no se había recuperado de la estupefacción. Me imagino que una rama engrifada, que se pone a chillar como un felino enjaulado, se tiñe de rojo y empieza a escupir sangre les habrá alterado un poco los nervios, pero no se puede tener la piel tan fina, Hera mía.

            Me escondí mejor.