Desde que frecuentaban el barrio donde ahora viven, desde hace casi treinta años, la casa siempre había estado cerrada a cal y canto, como tantas otras de los alrededores. Es un barrio antiguo, de los que fundaron la ciudad, ni pobre ni rico, algo abandonado por todos, propietarios y ayuntamiento, que de un tiempo a esta parte están tratando de recuperar para el circuito urbano: una gentrificación en toda regla, como dicen ahora. Las casas, olvidadas durante décadas, incluido por sus actuales propietarios, herederos indiferentes a las historias de sus paredes gruesas, ya no tienen entidad para posicionarse como las señoronas que fueron en sus tiempos robustos. Descalcificadas como ancianas osteoporóticas a las que se le deshacen las junturas, impotentes para ofrecer cobijo.
Manuel y María, enamorados del barrio desde siempre, consiguieron instalarse después de mucho buscar en una de las casas bien conservadas, renovadas para el siglo XXI. Vivían encantados en el corazón del Santa Cruz más chicharrero posible, el de chancletas y camiseta de asillas. El de chuletada con la familia los domingos en el patio. El de los vecinos que se intercambian las papas y los plátanos. El de los niños jugando en la calle sin tráfico. El del mar a tiro de chola. Un barrio de los de antes.
Pero un día la casa de la esquina, enfrente de la de Manuel y María, dejó de estar cerrada. Alguien la abrió a golpes y se instaló sin pedir permiso, aunque ella era incapaz de acoger a nadie de pura decadencia. Los vecinos lo vieron como la violación a una anciana indefensa. Y no tanto por la intromisión, que muchas de las casas abandonadas han sido reconvertidas en hogares provisionales por gentes sin recursos, sino por la violencia de sus ocupantes. Agresivos, intimidantes, amenazaban con cuchillos a los vecinos que protestaban por sus escándalos diarios hasta altas horas de la madrugada. Sabían que algunos tenían antecedentes penales, así que los vecinos dejaron de moverse por las calles más allá de lo imprescindible, y las mujeres, siempre acompañadas. Los niños dejaron de jugar en la calle sin tráfico, por los gritos.
La policía debía intervenir cada día, vigilar a los indeseables nuevos inquilinos y también a los vecinos, irritados por lo que consideraban una intromisión intolerable. Cada día una nueva protesta, una nueva trifulca, más gritos, más amenazas… Intervino el ayuntamiento y al final, la justicia consiguió desahuciarlos.
Dejaron la casa ultrajada, humillada, más abandonada que antes, más impotente que nunca, más sola que ninguna otra.
Esa madrugada, los vecinos escucharon ruido en la calle, como si alguien estuviera tratando de derribar las tablas que habían colocado para sellar las puertas rotas y evitar nuevas incursiones. Avisaron de nuevo a la policía: encontraron a dos adolescentes tratando de acceder a la vivienda vacía. No era la primera vez que venían.
Samir y Dalil tienen catorce años y están en un centro de acogida. No tienen más referentes que los inquilinos de esa casa. Se asustan cuando llega la policía, pero se van con ellos al centro sin protestar, aceptando una acogida que los deja indefensos en una cultura ajena. Perdidos entre normativas y procedimientos administrativos, la casa de la esquina era el único anclaje a su mundo. Quizá no el mejor de los mundos, pero uno concreto que habla su misma lengua.