01 junio 2025

La casa de la esquina


Desde que frecuentaban el barrio donde ahora viven, desde hace casi treinta años, la casa siempre había estado cerrada a cal y canto, como tantas otras de los alrededores. Es un barrio antiguo, de los que fundaron la ciudad, ni pobre ni rico, algo abandonado por todos, propietarios y ayuntamiento, que de un tiempo a esta parte están tratando de recuperar para el circuito urbano: una gentrificación en toda regla, como dicen ahora. Las casas, olvidadas durante décadas, incluido por sus actuales propietarios, herederos indiferentes a las historias de sus paredes gruesas, ya no tienen entidad para posicionarse como las señoronas que fueron en sus tiempos robustos. Descalcificadas como ancianas osteoporóticas a las que se le deshacen las junturas, impotentes para ofrecer cobijo. 

Manuel y María, enamorados del barrio desde siempre, consiguieron instalarse después de mucho buscar en una de las casas bien conservadas, renovadas para el siglo XXI. Vivían encantados en el corazón del Santa Cruz más chicharrero posible, el de chancletas y camiseta de asillas. El de chuletada con la familia los domingos en el patio. El de los vecinos que se intercambian las papas y los plátanos. El de los niños jugando en la calle sin tráfico. El del mar a tiro de chola. Un barrio de los de antes.

Pero un día la casa de la esquina, enfrente de la de Manuel y María, dejó de estar cerrada. Alguien la abrió a golpes y se instaló sin pedir permiso, aunque ella era incapaz de acoger a nadie de pura decadencia. Los vecinos lo vieron como la violación a una anciana indefensa. Y no tanto por la intromisión, que muchas de las casas abandonadas han sido reconvertidas en hogares provisionales por gentes sin recursos, sino por la violencia de sus ocupantes. Agresivos, intimidantes, amenazaban con cuchillos a los vecinos que protestaban por sus escándalos diarios hasta altas horas de la madrugada. Sabían que algunos tenían antecedentes penales, así que los vecinos dejaron de moverse por las calles más allá de lo imprescindible, y las mujeres, siempre acompañadas. Los niños dejaron de jugar en la calle sin tráfico, por los gritos.

La policía debía intervenir cada día, vigilar a los indeseables nuevos inquilinos y también a los vecinos, irritados por lo que consideraban una intromisión intolerable. Cada día una nueva protesta, una nueva trifulca, más gritos, más amenazas… Intervino el ayuntamiento y al final, la justicia consiguió desahuciarlos.

Dejaron la casa ultrajada, humillada, más abandonada que antes, más impotente que nunca, más sola que ninguna otra.

Esa madrugada, los vecinos escucharon ruido en la calle, como si alguien estuviera tratando de derribar las tablas que habían colocado para sellar las puertas rotas y evitar nuevas incursiones. Avisaron de nuevo a la policía: encontraron a dos adolescentes tratando de acceder a la vivienda vacía. No era la primera vez que venían.

Samir y Dalil tienen catorce años y están en un centro de acogida. No tienen más referentes que los inquilinos de esa casa. Se asustan cuando llega la policía, pero se van con ellos al centro sin protestar, aceptando una acogida que los deja indefensos en una cultura ajena. Perdidos entre normativas y procedimientos administrativos, la casa de la esquina era el único anclaje a su mundo. Quizá no el mejor de los mundos, pero uno concreto que habla su misma lengua.

23 abril 2025

Aurora

¡Feliz Día del Libro!



Aurora nunca había visto amanecer. Como si tuviera que conformarse con su nombre para reiniciar su vida cada mañana. O como si su propio nombre ya le bastase para iluminar su camino. Y nunca lo había visto en sus casi ochenta años.

            Un día se lo confesó a su sobrina, que no daba crédito. Le preguntó que cómo nunca lo había mencionado antes y la tía le dijo que por vergüenza. Y eso que con los años se despertaba cada vez más temprano, antes de que saliera el sol, pero nunca se había animado a salir a la calle a buscarlo, porque desde su casa encajonada entre edificios no lo podía ver. Ahora, además, se le había sumado el miedo, porque al fin y al cabo, para ella era un acontecimiento desconocido. Por eso se lo confesó a la sobrina, porque no se atrevía a decírselo a sus hijos, que seguro la tomarían por tonta, y necesitaba alguien que la acompañara a conocer la aurora de la que se copió su nombre. Cuando vivía su Pedro nunca se planteó la necesidad, pero de un tiempo a esta parte se le había convertido en una obsesión.

            La sobrina entendió la importancia del asunto para Aurora, y también su necesaria discreción con el resto de la familia, así que le propuso que conocería el amanecer a lo grande: la llevaría a verlo a Las Cañadas del Teide.

            Sin dar explicaciones, salieron de madrugada las dos en el coche de la sobrina con tiempo de sobra para ubicarse en el lugar perfecto, que allí arriba puede ser cualquiera. Aparcaron y extendieron una manta en el suelo. Iban bien abrigadas y pertrechadas con café caliente y rosquetes. Se tumbaron y la sobrina le cogió la mano, que a la tía le sudaba de emoción.

            Quietas, calladas, ninguna quería quebrantar el rito de aquella ceremonia iniciática. Empezaron a clarear los colores del alba. Cada vez más claro hasta que el sol atravesó el horizonte, brillante. La sobrina le cogió la mano más fuerte, ya no sudaba. Esperó a que la tía dijera algo, no quería arruinarle el momento con sus palabras. Pero al rato le pareció que el amanecer de ese día ya podía darse por concluido y la tía no hacía ningún comentario. Tampoco, movimientos: dormía como un tronco.

31 enero 2025

La casa


La casa estaba abandonada desde hacía tiempo. Eso se sabe porque las casas no saben disimular, y tampoco saben estar solas. Saben que si están mucho tiempo vacías se derrumbarán entre los huecos de sus muros. Sí, las casas saben mucho, de casi todo…

            Saben historias que se han contado en sus entrañas, historias que nadie contaría fuera de la protección de sus paredes. Historias que se olvidarán encastradas en su estructura, perdidas en sus tiempos. Historias que las apuntalan desde dentro para que no colapsen.

            Sin historias, la casa muere. Aunque parezca que aguanta en pie, se seca.

            En las mañanas brillantes, salir a recorrer las Ramblas es un imperativo local, aunque el sol brille sobre ellas muchos días al año. Aquella era una mañana así, y ese día la casa se había contagiado de tanta luz: lucía radiante, como si tuviera zapatos nuevos. Me llamó la atención y adiviné el motivo antes de saberlo.

            Me senté en el banco de enfrente, disimulando con enfrascamiento digital en el móvil, observando a través de las gafas de sol. Las puertas y las ventanas estaban abiertas, todas a la vez. Qué bueno, la irán a reformar, o a vender, o a habitar… Pero no había mucho trasiego de gente: pasó un rato hasta que entró alguien. Tampoco hacían ruido en el interior ni traían enseres ni la enseñaban a posibles compradores… Pero lo que estaba claro es que la casa se alegraba, así que algo sabría ella del asunto, que no parecía disgustarle. Porque si la fueran a demoler como la del final de la calle, que la pulverizaron en pocos días, no estaría tan contenta. A ella le tocaba salvarse, qué suerte. Ahora a ver quiénes serían sus salvadores y en qué condiciones. Me cansé de esperar más movimientos y deje la investigación para otro día.

            Pregunté por el barrio, pero nadie conocía los detalles y la mayoría se extrañó de mi interés. Supongo que pensarían que me quería quedar con ella, porque si no para qué querría saber.

            Pasé varios días por la puerta, por si me enteraba de algo, pero nada. Me percaté de que en realidad solo un hombre entraba y salía de la casa, el mismo del primer día. Entraba y salía, pero nunca llevaba cosas, si acaso, alguna bolsa aislada como de basura.

            Un día casi nos tropezamos a la puerta y le pregunté en el mismo impulso:

            —¡Vaya! Por fin alguien va a vivir en la casa…

            —¿Alguien? Ya están viviendo en ella —me contestó airado.

            —Ah, ¿sí? Pues no lo sabía.

            —Si es que este barrio es un puto desastre —continuó con el mismo tono.

            —No le entiendo, vivo aquí de toda la vida y no me parece que las cosas estén tan mal.

            —Claro, eso será porque en su casa no se le ha instalado una colonia de gallos y gallinas protegidos imposibles de desocupar. Son intocables, peor que el peor de los okupas. Los ampara la Ley. Parece que son de una especie canaria que creían extinguida desde hace más de cincuenta años, y mire usted por donde, deciden renacer justo en mi casa, ahora que ya había arreglado todo lo de la herencia y estaba a punto de empezar las reformas. Si es que no hay derecho, ¡qué país!

            —¡Vaya!, y ¿no los pueden trasladar a otro sitio?

            —Eso fue lo primero que pregunté yo, pero parece que no, como son una especie vulnerable, hay que dejarlos hacer a su antojo, para que no se estresen, que si me estreso yo es lo de menos, porque no soy una especie en riesgo de desaparecer. Pero claro, con lo cómodos que están allí, ¿a dónde se van a ir ellos en que estén mejor?

            —Pues si me lo permite, le propondría una solución…

            —¿Cuál? Si es que no la tiene.

            —Escuche…

            Varios meses después, la casa estaba completamente reformada. Al pasar una mañana por allí, vi a varias personas limpiando las ventanas, así que supuse que la obra estaría terminada. La colonia gallinácea tenía su propio lugar perfectamente acondicionado en el jardín lateral. Un letrero anunciaba visitas guiadas al gallinero protegido tres veces al día a un módico precio.

            —Buenos días —saludé al dueño que entraba en ese momento—, parece que todo terminó bien, ¿verdad?

            —Más que bien, y gracias a usted. Figúrese que he dejado mi trabajo y todo y ahora soy experto en gallinas sensibles.

            —Ah, qué bien. Y parece que ahora no quiere que se vayan, como veo que las ha encerrado.

            —Ah, no, de eso nada, ellas tuvieron tiempo de irse, ahora se quedan aquí.

            La casa seguía brillando en blanco al sol del mediodía. Quería una familia que la habitara, le daba igual la especie.

25 enero 2025

La mesa del desayuno

Imagen obtenida en RRSS


Matilde salió por la mañana después de desayunar. No recogió la mesa porque hacía solito y no se lo quería perder, que don Manuel, su médico, le había dicho que el sol era bueno para los huesos y ella seguía a rajatabla todos sus mandamientos. Salió como todos los días, menos cuando llovía porque tenía miedo a caerse, aunque donde vivía no es que lloviera mucho. 

La pobre, desde que murió su Ramón, lo hacía todo ella sola, incluidos los paseos por los alrededores de su casa, que mucho no se aventuraba por las calles de su barrio, todo bajadas y subidas. Qué distinto era antes, cuando más joven, que se pateaba esas mismas calles varias veces al día, unas veces de subida y otras de bajada, ni se daba cuenta. Pero desde que cumplió los noventa fue como si le cayeran encima de golpe, todos a la vez.

Nunca aceptó ayuda de nadie, ni de los servicios sociales del ayuntamiento, que hicieron por atenderlos, pero lo que le faltaba a ella, extraños en su casa, ni que ella fuera manca para no poder atender a la casa y a su marido como toda la vida. Lo que le faltaba. Ni siquiera al final, cuando su Ramón necesitaba ayuda para todo, y mira que don Manuel insistió en que ella no podía sola, pero que no y que no. 

Tampoco aceptó a nadie en su casa después de que su Ramón amaneciera frío a su lado en la cama que compartieron durante más de sesenta años y avisó descompuesta a los vecinos, paralizada por la impresión: jamás había recordado lo que escuchara en sus votos, que el matrimonio dura hasta que la muerte los separe, eso no se aplicaba al de ella con su Ramón, de ninguna manera. La muerte la cogió por sorpresa, como una intromisión en su intimidad que le resultaba imposible procesar. 

Y nunca la procesó, la pobre, porque además no tenía hijos ni familiares directos que pudieran reubicarla en su nueva realidad de anciana viuda. Tampoco demasiada relación con los vecinos, porque ellos habían sido siempre el uno del otro y de nadie más, que se bastaban y sobraban entre ellos mismos para habitar su microuniverso construido con el mimo que despliega el amor tranquilo, el que se arma con la conversación diaria, con el roce de la otra piel, con el «coge una rebequita, por si refresca» o con el café en la cama por las mañanas para prolongar la complicidad nocturna.

Pero Matilde no volvió esa mañana para recoger la cocina porque se tropezó en la calle y se rompió una cadera. Y menos mal que fue en la calle, porque si hubiera sido en su casa se la habrían encontrado días después, cuando la echaran de menos en sus paseos.

Sobrevivió a la cadera, pero se le fracturó el pensamiento y tuvieron que ingresarla en un centro para cuidarla, porque ahora sí que no podía cuidarse sola. Y así hasta que ya no sobrevivió más. La pobre.

Hoy han vuelto los del ayuntamiento a la casa de Matilde y Ramón, aunque estos son otros, y esta vez no pidieron permiso para entrar. La mesa del desayuno seguía sin recogerse después de más de veinte años, pero ya no va a hacer falta hacerlo. Los que entraron hoy a la casa vinieron para demolerla, parece que estorba para ensanchar la calle que ellos ya no van a pasear.

21 diciembre 2024

Presentación de Tranquilo en las montañas de Rusia, de Claudio Colina Pontes

Bonita tarde la de ayer compartiendo casicienes en las montañas de Rusia con tantos amigos, que no son tan tranquilas, como quedó patente en las palabras de Claudio, son montañas con mucho ambiente. Claudio, tentado desde chico por investigar el otro lado del Telón de Acero, como se le pasó el arroz para esta investigación, lo coloca de su puño y letra en espacios satelitales plagados de meteoritos, cosmonautas y platillos volantes modelos años setenta, lo que corresponde para no incurrir en anacronismos, que él es muy normativo. Lo que no está reñido con su afición por forzar las palabras: de hecho, le he propuesto a la Fundéu (meteorito) dinosauriodefinitivo como palabra del año 2025, a ver si hay suerte, y como segunda opción, solteramente, aunque a esta le tengo menos fe porque ya sabemos que los de la RAE son poco de mente. Que por cierto, hablando de meteoritos, quedó establecido que hoy, día 21 de diciembre, se fijaba como la Fiesta Nacional del Meteorito, a ver si el año que viene lo hacen festivo para celebrarlo como Dios o, incorruptamente, la Siervi, que todavía Claudio no tiene claro a quién va a dirigir sus oraciones, mandan. Y es que Claudio pretende conjurar para que el meteorito se desintegre en palabras-navaja-suiza que repartan sabiduría por todo el mundo como único camino para derrotar la auténtica amenaza para la humanidad: la ignorancia.

En definitiva, deliciosos microrrelatos que les invito a leer despacio para saborearlos en su justa dimensión. Si les pasa como a mí, que alguno no lo entienden bien, léanlo otra vez más despacio todavía, porque esos son los que tienen más chicha. Justo esos son los que, como soy de natural letraenvidiosa (Claudio, permíteme el plagio), me dieron ganas de gritar: ¡Jo...!, no puedo con él.

Muchas gracias a todos los asistentes, a la Asociación Blanco y Negro de El Toscal por cedernos sus instalaciones para la presentación y a Claudio por proponerme un nuevo enredo entre sus letras.

Un abrazo a todos y feliz Navidad.


Bibliografía de Claudio Colina Pontes:

Relatos:

    Cuaderno asintomático (2007)

    Al norte de abril (2016)

    Manieristas (2021)

    Tranquilo en las montañas de Rusia (2024)

 

Novelas:

    Escaleno (2014)

    Ocho (2021)

 

Premios:

    III Concurso de Relato Breve de la Biblioteca Municipal de El Tanque, Tenerife, en 2006 con A la sombra de un naranjo

    Premio de Relato Corto Isaac de Vega de CajaCanarias en 2008 con Delta







28 noviembre 2024

Presentación de El candil del sabio, de Héctor Roldán

Presentación de El candil del sabio en la librería Lemus de La Laguna el jueves 28 de noviembre de 2024, del que ya escribí una crítica que puedes leer aquí: Sobre El candil del sabio, de Héctor Roldán Delgado


«Buenas tardes a todos, y añado a los agradecimientos que acaba de mencionar Héctor el agradecimiento a él mismo por confiar en mí para la presentación de su libro… de su primer libro, porque ya nos contará después lo que se trae entre manos.

Estaba yo pensando en cómo enfocar esta presentación y se me ocurrió empezar por el tópico de definir el género de El candil del sabio, costumbre que quizá deberíamos ir abandonando, dada tan enriquecedora hibridez creativa de nuestros tiempos. Pues eso, y tomé la decisión de definirlo como de autoayuda.

Sí, El candil del sabio es un libro de autoayuda, como todos los libros que se han escrito desde que se inventó la escritura hace más de 5000 años. Todavía recuerdo lo que me autoayudé de chica con La isla del tesoro. Pues eso, lo que pasa es que hay que saber con qué lecturas se autoayuda uno. También con qué escrituras pretende uno que los demás se ayuden a sí mismos. 

Y esto es lo que pensó Héctor (creo yo, pero él nos lo tendrá que confirmar o no), y como tenía un amigo que pasaba por una época mala, incluso muy mala, en ese momento «tuvimos una conversación, por ejemplo, en un café en un parque público, a la sombra estival de un ficus gigante». Como buen hombre de ciencias (para los que no lo conozcan, Héctor es neurocirujano), se puso a investigar con fundamento, porque si vamos a hacer algo, lo vamos a hacer bien, y qué mejor que recurrir a los clásicos —de letras— que es la filosofía que nos ha tratado de iluminar el camino durante más de 2000 años, así que algo tendrá que decirnos. Con toda esta documentación, se lanzó a escribir las Doce lecciones de vida de la filosofía clásica para épocas de crisis, lecciones elaboradas con sus propias aportaciones». 



04 noviembre 2024

Los dos hermanos

Los dos hermanos venían caminando hacia mí por la Rambla. Bueno, no sé si serían hermanos, pero se parecían mucho. Aunque la gente que convive acaba pareciéndose mucho, aunque no sean hermanos. Y hasta los animales, o no se han fijado en el parecido de los perros con sus humanos: en mi edificio hay un golden retriever que es clavado al dueño, solo se diferencian en el color del pelo. Y en algún que otro detalle menor.

            Los dos hermanos lampiños, que no sé si son hermanos, pero lampiños sí que son, cincuentones, vestidos como en los años cincuenta, que es cuando aprendió a vestir su madre a sus hombres. Porque seguro que los vestía la madre, eso seguro. Las frentes bastante despejadas de pelo, y las coronillas, que ya no les daba para fleco. Seguro que su madre les cortaba ella misma el fleco de chicos, pero ahora se podía ahorrar el trabajo. Aunque su madre igual ya no viviría. Seguro que no, porque si no, no los dejaría salir a la calle con la raya de los pantalones beis mal planchada. Las de los dos: cuatro rayas en total. Claro que no. Pero ellos como si viviera, viviendo de las rentas de todo lo que les enseñó. Puede que incluso viviendo justo de las rentas de la madre: en la misma casa de la madre, con los mismos platos y cubiertos y cuencos y tazas de café… Los manteles seguro que no los sacarían de la cómoda, a ver quién iba a planchar esos manteles de algodón bordados. Los guardarían para cuando se casaran, como dote para las que los pillaran. «Quién pillará a mis hijos, quién será, porque todavía no ha nacido la que los merezca». Y eso ellos lo sabían bien porque su madre se pasó la vida repitiéndoselo.

            Los dos hermanos por la Rambla, que solo les faltaba cogerse de la mano, clavados.

            Pero a ver, es que cuando me pongo a inventar me lo creo todo, si es que me monto unas películas... Estos dos señores serán hermanos o no, y a mí qué me importa. Como si fuera ilegal, o pecado, pasearse por la Rambla, incluso cogidos de la mano, que ya se puede. Y todo eso que me acabo de inventar no son más que prejuicios, a saber a qué se dedican y cómo se han montado su vida. Como si la gente no pudiera vivir como le diera la gana. En fin, que lo de su madre seguro que no es así…

            Al cruzarme con ellos me asalta un olor intenso a Nenuco.

            No voy a seguir inventando, que ya está bien, pero seguro que la compran a granel en el súper, para los dos, como ha hecho su madre toda la vida, que a granel es mucho más barata.

            Y todo esto en lo que tarda uno en cruzarse con alguien en la calle. Me lo tengo que hacer ver…

            También podría ser que fueran huérfanos, abandonados en la Casa Cuna al poco de nacer, pero amparados por la cocinera, que no se los podría llevar a la casa porque ya tenía cinco hijos, lo que sí los ayudó a estudiar, para que se hicieran hombres de provecho… Pero ya, ya, ya… lo dejo cuando quiera...


29 octubre 2024

El camión limpio

El camión del ayuntamiento aparca en la plaza cada dos martes. Todo el día. Desde la mañana a la noche. Un operario se ocupa de recoger los despojos de la tecnología para llevarlos después al punto limpio con el camión, que si no, nosotros no los llevamos. Eso es así.

    Todo el día en el camión, de la mañana a la noche.

    O por los alrededores del camión, hablando con la gente, siempre de buen humor. Contento con su participación en el mundo. Conversando con la gente de la plaza, integrado como si fuera del barrio cada martes. Y los demás días se integrará en los otros barrios de su recorrido limpio.

    Lleva ropa fluorescente, es el uniforme del ayuntamiento. Orgulloso de llevar uniforme porque así también lleva dinero a casa. Contento.

    Y tiene barriga, la verdad. Poco ejercicio hará el pobre, todo el día moviéndose solo por los alrededores del camión. Pero contento, eso sí, hablando con todo el mundo, agradeciendo la contribución de cada uno a su camión. Yo me paso las semanas tratando de encontrar por casa algo que llevarle al hombre para que se ponga contento. Supongo que se sentirá mejor cuanto más lleno se lleve el camión. Para eso está ahí. Es su trabajo y lo hace bien, con ganas.

    Esta tarde estaba el camión abierto, como siempre, pero ya era de noche y chispeaba, así que el hombre se sentó dentro con la luz encendida. No había mucha gente en la plaza con quien hablar. Yo ya le había acercado mi contribución de la semana por la mañana. No fue mucho: un artilugio eléctrico contra los mosquitos que ya no recordaba de dónde había salido, pero lo suficiente para quedarme tranquila. Las semanas que no encontraba nada que llevarle pasaba por el camión haciéndome la distraída, no fuera el hombre a pensar que me estaba desentendiendo de mis obligaciones tributarias con la basura.

    El hombre estaba sentado dentro, con la barriga fosforescente rodeándole la cintura como al muñeco Michelín. Sonreía leyendo un libro de tapa dura, rojo envejecido y de páginas amarillentas. Quizá alguien se lo llevó confundido y él aprovecho para reciclarlo. En su camión todo tiene varias vidas, y el también.

    La próxima semana le llevo más libros.




07 octubre 2024

Carta a la amada, de Xavier P. DoCampo

Querida:

No creo que sea un disparate que te envíe una carta, porque todo lo que he escrito siempre ha sido una larga carta que te dirigía. Además, era una carta con trampa, pues siempre podía espiar tu cara mientras la leías. Nunca estabas lejos, siempre a una distancia tan corta que podía ver tus ojos y tocarte con mi mano.

Puedo escuchar tu palabra e inventar la palabra que deseas para entregártela como mi mejor regalo. Estoy convencido de que son las palabras lo que más nos une. Tú sabes que siempre he dicho que contar un cuento es el acto de amor más sublime que se puede ofrecer a un ser querido. Los amantes se cuentan cuentos para que el amor habite entre ellos y nunca los abandone. Es el conjuro más poderoso para ahuyentar cualquier hechizo que se pueda preparar para destruir el amor. ¿Contaba cuentos Sherezade cada noche para conjurar la muerte? No..., lo hacía para seducir al rey Sahriyar en las redes de la palabra. Preparó aquella rueda sinfín de cuentos para que el amor fuese brotando en su corazón. Para ella la muerte era el desamor de aquel hombre que, poco a poco, iba siendo presa de la palabra; y por ella, por la palabra, se le metió dentro aquella mujer que parecía la dueña de todas las palabras.

Pues ya ves... Tú y yo, igual. Las palabras fueron nuestro cobijo más suave y amable. En él nos sentíamos tan a gusto que no queríamos salir. Cuántas palabras le robé a la literatura para llevártelas a ti como quien lleva una valiosa ofrenda al altar. Cuántos poetas me prestaron las palabras que más me emocionaban para emocionarte. Eso es la literatura: una emoción compartida. Qué hermoso juego de complicidades fue la mano que nos tendíamos el uno al otro llevando en ella el libro que contenía las palabras que nos queríamos decir. Los libros fueron el lugar de encuentro al que íbamos buscándonos, hasta el punto de amarlos como objetos preciosos. Verte tocar un libro, mirar cómo pasabas tu mano por la portada muy lentamente, con suavidad, era como ver tu mano cuando me acaricias. Pensaba: «Así caminan tus manos sobre mi piel». Después lo tocaba y era como leer tu caricia.

Y, entonces, quise ser escritor para entregarte mis palabras, aquellas que inventaba sólo para ti. Y en todos estos años conseguí escribir unas pocas líneas que te vi leer con emoción, la misma emoción que me oprimía el alma y que me cerraba la garganta al escribirlas. Una nueva emoción compartida... ¡Otra vez la literatura!... La magia de las palabras...

Y aquí estamos... Seguimos en el camino, recogiendo palabras hermosas. Dentro de poco nuestras manos, esas que acarician las portadas de los libros, las mismas que se tocan y se buscan mientras leemos un poema en voz alta; esas, con las que nos ofrecemos las palabras encerradas en un libro, comenzarán a mostrar las manchas que nos avisan que el tiempo se agota. Seguiremos buscando palabras nuevas y estoy seguro de que, en ese momento, seremos más generosos que nunca al compartirlas. Y seguiré deseando tocarte..., y llegar a tu lado..., y besarte los pies, porque, dicho también ahora con palabras prestadas: «Bajo tus pies está el Paraíso».

Te quiero.

Ilustración: Raquel Marín