28 noviembre 2024

Presentación de El candil del sabio, de Héctor Roldán

Presentación de El candil del sabio en la librería Lemus de La Laguna el jueves 28 de noviembre de 2024, del que ya escribí una crítica que puedes leer aquí: Sobre El candil del sabio, de Héctor Roldán Delgado


«Buenas tardes a todos, y añado a los agradecimientos que acaba de mencionar Héctor el agradecimiento a él mismo por confiar en mí para la presentación de su libro… de su primer libro, porque ya nos contará después lo que se trae entre manos.

Estaba yo pensando en cómo enfocar esta presentación y se me ocurrió empezar por el tópico de definir el género de El candil del sabio, costumbre que quizá deberíamos ir abandonando, dada tan enriquecedora hibridez creativa de nuestros tiempos. Pues eso, y tomé la decisión de definirlo como de autoayuda.

Sí, El candil del sabio es un libro de autoayuda, como todos los libros que se han escrito desde que se inventó la escritura hace más de 5000 años. Todavía recuerdo lo que me autoayudé de chica con La isla del tesoro. Pues eso, lo que pasa es que hay que saber con qué lecturas se autoayuda uno. También con qué escrituras pretende uno que los demás se ayuden a sí mismos. 

Y esto es lo que pensó Héctor (creo yo, pero él nos lo tendrá que confirmar o no), y como tenía un amigo que pasaba por una época mala, incluso muy mala, en ese momento «tuvimos una conversación, por ejemplo, en un café en un parque público, a la sombra estival de un ficus gigante». Como buen hombre de ciencias (para los que no lo conozcan, Héctor es neurocirujano), se puso a investigar con fundamento, porque si vamos a hacer algo, lo vamos a hacer bien, y qué mejor que recurrir a los clásicos —de letras— que es la filosofía que nos ha tratado de iluminar el camino durante más de 2000 años, así que algo tendrá que decirnos. Con toda esta documentación, se lanzó a escribir las Doce lecciones de vida de la filosofía clásica para épocas de crisis, lecciones elaboradas con sus propias aportaciones». 



04 noviembre 2024

Los dos hermanos

Los dos hermanos venían caminando hacia mí por la Rambla. Bueno, no sé si serían hermanos, pero se parecían mucho. Aunque la gente que convive acaba pareciéndose mucho, aunque no sean hermanos. Y hasta los animales, o no se han fijado en el parecido de los perros con sus humanos: en mi edificio hay un golden retriever que es clavado al dueño, solo se diferencian en el color del pelo. Y en algún que otro detalle menor.

            Los dos hermanos lampiños, que no sé si son hermanos, pero lampiños sí que son, cincuentones, vestidos como en los años cincuenta, que es cuando aprendió a vestir su madre a sus hombres. Porque seguro que los vestía la madre, eso seguro. Las frentes bastante despejadas de pelo, y las coronillas, que ya no les daba para fleco. Seguro que su madre les cortaba ella misma el fleco de chicos, pero ahora se podía ahorrar el trabajo. Aunque su madre igual ya no viviría. Seguro que no, porque si no, no los dejaría salir a la calle con la raya de los pantalones beis mal planchada. Las de los dos: cuatro rayas en total. Claro que no. Pero ellos como si viviera, viviendo de las rentas de todo lo que les enseñó. Puede que incluso viviendo justo de las rentas de la madre: en la misma casa de la madre, con los mismos platos y cubiertos y cuencos y tazas de café… Los manteles seguro que no los sacarían de la cómoda, a ver quién iba a planchar esos manteles de algodón bordados. Los guardarían para cuando se casaran, como dote para las que los pillaran. «Quién pillará a mis hijos, quién será, porque todavía no ha nacido la que los merezca». Y eso ellos lo sabían bien porque su madre se pasó la vida repitiéndoselo.

            Los dos hermanos por la Rambla, que solo les faltaba cogerse de la mano, clavados.

            Pero a ver, es que cuando me pongo a inventar me lo creo todo, si es que me monto unas películas... Estos dos señores serán hermanos o no, y a mí qué me importa. Como si fuera ilegal, o pecado, pasearse por la Rambla, incluso cogidos de la mano, que ya se puede. Y todo eso que me acabo de inventar no son más que prejuicios, a saber a qué se dedican y cómo se han montado su vida. Como si la gente no pudiera vivir como le diera la gana. En fin, que lo de su madre seguro que no es así…

            Al cruzarme con ellos me asalta un olor intenso a Nenuco.

            No voy a seguir inventando, que ya está bien, pero seguro que la compran a granel en el súper, para los dos, como ha hecho su madre toda la vida, que a granel es mucho más barata.

            Y todo esto en lo que tarda uno en cruzarse con alguien en la calle. Me lo tengo que hacer ver…

            También podría ser que fueran huérfanos, abandonados en la Casa Cuna al poco de nacer, pero amparados por la cocinera, que no se los podría llevar a la casa porque ya tenía cinco hijos, lo que sí los ayudó a estudiar, para que se hicieran hombres de provecho… Pero ya, ya, ya… lo dejo cuando quiera...


29 octubre 2024

El camión limpio

El camión del ayuntamiento aparca en la plaza cada dos martes. Todo el día. Desde la mañana a la noche. Un operario se ocupa de recoger los despojos de la tecnología para llevarlos después al punto limpio con el camión, que si no, nosotros no los llevamos. Eso es así.

    Todo el día en el camión, de la mañana a la noche.

    O por los alrededores del camión, hablando con la gente, siempre de buen humor. Contento con su participación en el mundo. Conversando con la gente de la plaza, integrado como si fuera del barrio cada martes. Y los demás días se integrará en los otros barrios de su recorrido limpio.

    Lleva ropa fluorescente, es el uniforme del ayuntamiento. Orgulloso de llevar uniforme porque así también lleva dinero a casa. Contento.

    Y tiene barriga, la verdad. Poco ejercicio hará el pobre, todo el día moviéndose solo por los alrededores del camión. Pero contento, eso sí, hablando con todo el mundo, agradeciendo la contribución de cada uno a su camión. Yo me paso las semanas tratando de encontrar por casa algo que llevarle al hombre para que se ponga contento. Supongo que se sentirá mejor cuanto más lleno se lleve el camión. Para eso está ahí. Es su trabajo y lo hace bien, con ganas.

    Esta tarde estaba el camión abierto, como siempre, pero ya era de noche y chispeaba, así que el hombre se sentó dentro con la luz encendida. No había mucha gente en la plaza con quien hablar. Yo ya le había acercado mi contribución de la semana por la mañana. No fue mucho: un artilugio eléctrico contra los mosquitos que ya no recordaba de dónde había salido, pero lo suficiente para quedarme tranquila. Las semanas que no encontraba nada que llevarle pasaba por el camión haciéndome la distraída, no fuera el hombre a pensar que me estaba desentendiendo de mis obligaciones tributarias con la basura.

    El hombre estaba sentado dentro, con la barriga fosforescente rodeándole la cintura como al muñeco Michelín. Sonreía leyendo un libro de tapa dura, rojo envejecido y de páginas amarillentas. Quizá alguien se lo llevó confundido y él aprovecho para reciclarlo. En su camión todo tiene varias vidas, y el también.

    La próxima semana le llevo más libros.




07 octubre 2024

Carta a la amada, de Xavier P. DoCampo

Querida:

No creo que sea un disparate que te envíe una carta, porque todo lo que he escrito siempre ha sido una larga carta que te dirigía. Además, era una carta con trampa, pues siempre podía espiar tu cara mientras la leías. Nunca estabas lejos, siempre a una distancia tan corta que podía ver tus ojos y tocarte con mi mano.

Puedo escuchar tu palabra e inventar la palabra que deseas para entregártela como mi mejor regalo. Estoy convencido de que son las palabras lo que más nos une. Tú sabes que siempre he dicho que contar un cuento es el acto de amor más sublime que se puede ofrecer a un ser querido. Los amantes se cuentan cuentos para que el amor habite entre ellos y nunca los abandone. Es el conjuro más poderoso para ahuyentar cualquier hechizo que se pueda preparar para destruir el amor. ¿Contaba cuentos Sherezade cada noche para conjurar la muerte? No..., lo hacía para seducir al rey Sahriyar en las redes de la palabra. Preparó aquella rueda sinfín de cuentos para que el amor fuese brotando en su corazón. Para ella la muerte era el desamor de aquel hombre que, poco a poco, iba siendo presa de la palabra; y por ella, por la palabra, se le metió dentro aquella mujer que parecía la dueña de todas las palabras.

Pues ya ves... Tú y yo, igual. Las palabras fueron nuestro cobijo más suave y amable. En él nos sentíamos tan a gusto que no queríamos salir. Cuántas palabras le robé a la literatura para llevártelas a ti como quien lleva una valiosa ofrenda al altar. Cuántos poetas me prestaron las palabras que más me emocionaban para emocionarte. Eso es la literatura: una emoción compartida. Qué hermoso juego de complicidades fue la mano que nos tendíamos el uno al otro llevando en ella el libro que contenía las palabras que nos queríamos decir. Los libros fueron el lugar de encuentro al que íbamos buscándonos, hasta el punto de amarlos como objetos preciosos. Verte tocar un libro, mirar cómo pasabas tu mano por la portada muy lentamente, con suavidad, era como ver tu mano cuando me acaricias. Pensaba: «Así caminan tus manos sobre mi piel». Después lo tocaba y era como leer tu caricia.

Y, entonces, quise ser escritor para entregarte mis palabras, aquellas que inventaba sólo para ti. Y en todos estos años conseguí escribir unas pocas líneas que te vi leer con emoción, la misma emoción que me oprimía el alma y que me cerraba la garganta al escribirlas. Una nueva emoción compartida... ¡Otra vez la literatura!... La magia de las palabras...

Y aquí estamos... Seguimos en el camino, recogiendo palabras hermosas. Dentro de poco nuestras manos, esas que acarician las portadas de los libros, las mismas que se tocan y se buscan mientras leemos un poema en voz alta; esas, con las que nos ofrecemos las palabras encerradas en un libro, comenzarán a mostrar las manchas que nos avisan que el tiempo se agota. Seguiremos buscando palabras nuevas y estoy seguro de que, en ese momento, seremos más generosos que nunca al compartirlas. Y seguiré deseando tocarte..., y llegar a tu lado..., y besarte los pies, porque, dicho también ahora con palabras prestadas: «Bajo tus pies está el Paraíso».

Te quiero.

Ilustración: Raquel Marín

04 octubre 2024

Popota


Qué culpa tendrán los gatos negros de haber nacido así. Es como si tuvieran culpa de haber nacido gatitos, porque nacen así, chiquitos. Digo qué culpa tendrán de que a los humanos nos haya dado por responsabilizarlos de todo lo que nos sale mal después de que se nos crucen en el camino. Que se nos cruza un gato negro mientras caminamos y luego nos torcemos un tobillo, pues ya sabemos por qué; que se nos cruza mientras conducimos y luego nos estampamos en una esquina, pues nada que ver con habernos saltado un ceda el paso; que se nos cruza y cuando llegamos a casa se ha roto la nevera, pues…

            En fin, que yo no creo en esas cosas, que me parecen tonterías de brujas y cuentos de hadas. Por eso nunca me preocupó encontrarme con el pobre gatito negro que llevaba atado uno de los asiduos de las Ramblas. Como si fuera un perro, el pobre, que debía de pasar una vergüenza, porque si de algo reniegan los gatos es de que los comparen con los perros, ellos, tan distinguidos, tan listos, donde vamos a comparar… Pues eso, el pobre gatito iba con el hombre a todas partes. Pobrecito, se le veía resignado, como aceptando la fatalidad de su cautiverio al aire libre.

            Y qué guapo era, y listo, sabía que me fijaba en él y cuando nos encontrábamos, me miraba de frente, como si me quisiera decir algo, que lo rescatara, pensaba yo, pero tampoco lo sabía seguro. A veces, parecía que pretendía intimidarme, que otra más supersticiosa que yo habría corrido a hacerse un rezado, pero yo no, que ya les dije que no creo en esas cosas.

            Alguna vez me llegué a plantear quién llevaba atado a quién, porque la verdad, el humano que le tocó estaba bastante de atar. El hombre dormía en los bancos de la calle y, algunas veces, directamente en el suelo, pero no en lugares asocados, protegidos, sino en medio de la calle, tumbado en perpendicular a las paredes o los parterres de las plantas. Según donde le diera por dormirse, había que tener cuidado con no tropezarse con él. Y el gato enroscado al lado, vigilando hasta con los ojos cerrados, sin perder detalle.

            Una mañana salí más temprano de lo habitual caminando hacia el trabajo. Era noche cerrada. Solía encontrarme con la extraña pareja casi todos los días en mi recorrido por las Ramblas. Ese día también estaban: dormían en uno de los bancos. Bueno, dormía el hombre, porque el gato me miraba con determinación hipnótica, como si tuviera algo preparado para mí. Como si me estuviera esperando. No sé por qué —bueno, sí lo sé— me acerqué hasta sus dominios. No sé por qué —bueno, sí— lo desaté con sigilo. No sé por qué me quedé parada contemplando cómo se marchaba tranquilamente de camino al barranco, sin prisas. Cómo me echó una última mirada antes de desaparecer negro sobre negro.

            Menos mal que el hombre no se despertó en ese momento, porque si no me hubiera encontrado allí pasmada y hubiera empatado con lo de la liberación del secuestrado tizón. 

            Cuando se marchó el gato, fue como el segundo despertar del día. Seguí hacia mi trabajo pensando en tomarme un café nada más llegar: negro, muy negro. No conté nada a mis compañeros porque no estaba segura de haber hecho una buena obra, por si acaso…

            No volví a ver al hombre, pensé que se desriscaría buscando al gato en el barranco, porque seguro que sabría hacia dónde se fugó, o que se mudó de barrio, o que se fue para el otro barrio… yo que sé.

            Unos meses después me invitaron a una charla TED en el TEA —vaya, casi me sale un pareado—. Me pareció que el tema sería interesante: Blanco sobre negro, un reencuentro. El ponente empezó presentándose:

            —Me llamo Ismael, y he vuelto no sé de dónde. Les seré sincero, el motivo fundamental por el que imparto estas charlas es por si encuentro a alguien que pueda rellenarme los huecos que tengo en el cerebro. Como no puedo empezar por el verdadero principio, porque no lo conozco, empezaré por el que sí conozco, que es realmente el segundo principio. 

            A mí me sonaba esa cara, pero de qué…

            —Una mañana me desperté en un banco de la Rambla, en medio de Santa Cruz, sucio, envuelto en harapos, y con un hambre que parecía venir del principio de los tiempos, que era mi caso. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí, sigo sin tener la menor idea. No sabía de dónde venía ni a dónde ir, pero como el hambre es una gran orientadora, le pregunté al señor del quiosco que está junto al banco y que acababa de abrir si sabía dónde podía comer sin dinero. Me dijo: «Ismael, tú ya sabes que tienes que ir al albergue, que todos los días te comes mi bocata. Venga, toma, ya está, yo me compro otro después en el bar». Así aprendí de golpe que me llamaba Ismael y que, por lo visto, aquel era mi barrio y había quien me conocía mejor que yo mismo. El hombre siguió: «Por cierto, ¿dónde tienes a Popota? ¿Se te escapó?». No tenía ni idea de a qué se refería, pero no podía preguntarle por todas mis lagunas de golpe, así que le dije que creía que sí. «Es que ya se sabe que los gatos no sirven para estar amarrados». 

            »De esto hace unos nueve meses, y tengo que agradecerle a Manuel, que así se llama mi amigo el del quiosco —que me prometió que vendría a escucharme, así que estará por ahí, entre ustedes—, que me haya ayudado tanto en mi reencuentro con el mundo. Me contó de mis andanzas con el gato, que no sabía de dónde lo había sacado, y me apoyó en toda mi recuperación. Incluso me ayudó a encontrar trabajo en el bar de enfrente y pasé a prepararle yo mismo los bocatas.

            »Y hablando y hablando con la gente que iba al bar, que ya se sabe que los camareros van antes que los psicólogos, un señor me invitó a impartir un día una charla motivacional en su empresa, y desde ahí hasta aquí ha ido todo rodado.

            »El día en que firmé el contrato con mi actual empresa, se me pasó una idea un poco loca por la cabeza y quería contrastarla, así que fui a hablar de nuevo con mi amigo Manuel para preguntarle de qué color era Popota: «Negro tizón», me contestó.

            »Yo, porque no creo en estas cosas, pero haberlas, haylas.

            Claro que me sonaba la cara, y menos mal que yo no creo en estas cosas, pero así y todo, voy a ver si encuentro al gato en el barranco, tengo una conversación pendiente con él.


Nota: Popota es el gato de El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov.

28 septiembre 2024

Brotes verdes


La demolición del edificio marchaba a buen ritmo, incluso más rápido de lo que sus promotores hubieran imaginado: con lo que les costó convencer a las autoridades de que ese edificio no tenía nada que conservar para la posteridad… Ya se sabe que destruir es mucho más sencillo que construir. En realidad, nadie se había planteado el interés cultural de las austeras paredes lisas, sin aparente intencionalidad artística alguna, que conformaban la esquina justo antes del puente sobre el barranco de Santos. Pero ahora que las posiciones en el ayuntamiento se habían dividido, las opiniones en la calle también, que a la gente le gusta pertenecer a un bando para socializar. Así, habían surgido teorías de todo tipo en cuanto al sentido del proyecto incial: que si lo construyó un empresario acaudalado para albergar a todos sus parientes pobres; que si sus primeros moradores nunca acabaron de morirse y sus almas siguen transitando por las escaleras; que si sus últimos moradores, igual de pobres que los primeros pero más viejos, fueron realojados en pisos sin ascensor de barriadas periféricas. Nadie lo sabe seguro porque no han trascendido documentos que acrediten ninguna de las teorías, y ya se sabe que lo que no está escrito, desaparece o se modifica con las aportaciones de cada contador del cuento.

            En fin, que sea como fuera, nadie había podido detener el progresivo acortamiento de sus muros. Pero ahora llevaba unos días en el mismo punto, como si el proceso se hubiera enlentecido de repente. Pregunté por los alrededores, pero nadie parecía haberse dado cuenta. Sí es verdad que el señor del quiosco de la plaza que está justo enfrente me dijo que llevaba días sin escuchar la maquinaria rompedora, pero tampoco había caído hasta que se lo comenté: la ausencia de ruido no se nota.

            Pasaron los días y se reanudaron las tareas, pero poco a poco fue ostensible que uno de los muros no decrecía como los demás. Parecía que iba a sobrevivir a la purga, pero por qué. Para qué.

            Una tarde el edificio me cogió de paso en el camino hacia mis actividades y, como iba con tiempo y no había nadie en la obra que fuera a cuestionar mi curiosidad, pues me acerqué a investigar. Di la vuelta a la manzana destruida hasta que llegué a la pared que permanecía más alta. La revisé bien. Me llamaron la atención unas flechas marcadas con tinta negra en la única esquina conservada. Señalaban la cara interna de los muros. En aquella parte de la obra no habían colocado los paneles metálicos que suelen delimitar el área de influencia de las obras, para que a nadie le caigan cascotes en la cabeza, y solo había una tela plastificada. Miré alrededor, por si a alguien le pudieran interesar mis movimientos, pero no parecía que mis inquietudes fueran del interés colectivo, así que me colé. Lo que había dentro de los restos de lo que parecía un patio interior me sorprendió: una rama de laurel crecía frondosa desde dentro de la misma pared; una línea roja circundaba el contorno que la sujetaba al muro; la rama parecía mirarme desafiante, seguramente acostumbrada a mirar de esa manera a todo el que se le acercaba últimamente. Le saqué una foto para enterarme bien de su  importancia vital para ser capaz, aparentemente, de detener el derrumbe de su casa por encima de los intereses inmobiliarios del municipio. Para ser capaz de defender su sitio «por encima de su cadáver», y ganar la partida.

            Me pasé varios días haciendo averiguaciones entre los fijos del entorno de la obra demoledora, pero nadie sabía nada de lo que podría albergar ese presunto ex patio interior que nadie conocía. Una tarde me encontré a una anciana encorvada, porque sus vértebras soportaron peor el paso del tiempo que ella misma, haciendo por entrar a los restos del edificio por donde yo misma había accedido días atrás. Se me aceleró el corazón y me colocó toda la sangre en la cabeza para activarme el modo alerta. La seguí, esta vez sin detenerme a comprobar si alguien me miraba o no, pero cauta para que la señora no se asustara y se marchara corriendo. Entré detrás de ella. Ni me vio ni me escuchó, estaría algo ciega y sorda, además de demasiado absorta en su tarea, que consistía en regar el muro y conversar con la planta. Me oculté detrás de unos tablones.

            —Amiga, cada día estás más guapa. Qué orgullosa estoy de ti. Estos cabrones no van a poder con nosotras, no lo dudes. No hay más que verte para estar segura de que va a ser así. Y qué bien lo estás haciendo todo, no cabe duda de que son muchos años juntas y que nos entendemos a la perfección. Yo no me he entendido tan bien con nadie más, ni animal ni vegetal, ni vivo ni muerto. Y tú sabes por qué te lo digo, que las conversaciones con mi difunto por las escaleras no cuentan como entendimiento, que no lo hicimos en sesenta años de matrimonio ni lo vamos a hacer después. Ya te dije que yo me entero de todo por el nieto de mi vecina del bloque cochambroso donde nos colocaron ahora estos hijos de su madre, que trabaja en la obra. Cuando me contó lo del otro día, casi me meo, me dio un ataque de tos de la risa que la vecina estuvo por llamar al médico. Ella también se partía de risa, que conoce todos los detalles del tema que nos tenemos entre manos. Parece que el nieto no entendía tanta risa cuando se lo contó, mientras que él todavía no se había recuperado de la estupefacción. Me imagino que una rama engrifada, que se pone a chillar como un felino enjaulado, se tiñe de rojo y empieza a escupir sangre les habrá alterado un poco los nervios, pero no se puede tener la piel tan fina, Hera mía.

            Me escondí mejor.

26 septiembre 2024

¿De ciencias o de letras?

   

Texto publicado en la Cátedra Cultural Pedro García Cabrera de la ULL el 26 de septiembre de 2024.

Hay que decidirse: se es de ciencias o de letras. Y a partir de ahí, hay que identificarse con uno de los dos mundos: el científico o el humanista, no caben medias tintas, que ya se sabe que el que mucho abarca…

            Sin embargo, esto es un criterio moderno, los clásicos eran de ciencias y de letras sin distinción. No hay más que acudir al hombre del Renacimiento (y digo bien, el hombre, porque la mujer no contaba ni para las ciencias ni para las letras) para encontrar referentes de este saber universal. El argumento para defender estos saberes exclusivos está muy consolidado: en la antigüedad, los límites del conocimiento permitían que una persona pudiera adquirir competencias en múltiples disciplinas a lo largo de su vida; en cambio, con el desarrollo del saber a partir de la Ilustración, el conocimiento se hace inabarcable para los límites de una vida humana, así que hay que decidir un camino al que dedicar los esfuerzos intelectuales. Pero no solo hay que decidirse por las ciencias o por las letras, dentro de cada una hay que especializarse. Letras: Historia o Literatura...; ciencias: Biología, Medicina o Ciencias Sociales… Pero hay más, luego hay que subespecializarse (¿o es superespecializarse?). Letras: Literatura hispanoamericana, la obra de García Márquez…; ciencias: Medicina, Cardiología, Cardiología pediátrica, valvulopatías… Pero luego llega un médico, Juan Valentín Fernández de la Gala, y escribe Los médicos de Macondo, la medicina en la obra literaria de Gabriel García Márquez y nos rompe todos los esquemas. O viene el psiquiatra Luis Martín Santos y escribe Tiempos de silencio y no sabemos si fue psiquiatra o novelista. O a Héctor Roldán, jefe de servicio de Neurocirugía del Hospital Universitario de Canarias, se le ocurre escribir El candil del sabio para actualizar las enseñanzas de los clásicos a nuestros tiempos, tan revueltos por falta de referencias. Y entonces, quizá haya que ponerse a pensar...

            Puede que deba actualizarse esta segregación tan cartesiana entre ciencias y letras, porque no podemos olvidar que todo el conocimiento se trasmite a través de estas últimas: sin letras, sin escritura, las palabras se las lleva el viento. Las letras inauguraron la Historia humana hace más de cinco mil años, no las diluyamos entre códigos binarios de ceros y unos.

            Tradicionalmente, a los de ciencias, como mucho, se les permite una dedicación diletante a las letras. Para los de letras, el acceso al conocimiento científico solo se les consiente por la vía de la divulgación, considerada una especie de pariente pobre de la verdadera ciencia dura. Con este criterio, tendríamos que considerar la obra literaria de Chéjov —que dijo: «La Medicina es mi esposa legal; la Literatura, solo mi amante», aunque al final se decidió por su amante— como un simple pasatiempo, así como la obra divulgadora de Oliver Sacks o del dúo Arsuaga-Millás, puro entretenimiento.

            Para tratar de evitar este reduccionismo empobrecedor, algunos autores han subrayado la importancia de juntar ciencias y letras, o si se quiere ser más riguroso, investigación científica e investigación humanística, como resistencia a la dictadura de lo útil y lo inmediato que contribuya al desarrollo de la humanidad. En este sentido, el pensador italiano recientemente fallecido Nuccio Ordine elaboró su manifiesto La utilidad de lo inútil[1] como oposición radical a imposiciones utilitaristas sin alma.

 

El oxímoron evocado por el título La utilidad de lo inútil merece una aclaración. La paradójica utilidad a la que me refiero no es la misma en cuyo nombre se consideran inútiles los saberes humanísticos y, más en general, todos los saberes que no producen beneficios. En una acepción muy distinta y mucho más amplia, he querido poner en el centro de mis reflexiones la idea de utilidad de aquellos saberes cuyo valor esencial es del todo ajeno a cualquier finalidad utilitarista.

 

            Con todo, parece que este debate viene de viejo, y ya el polifacético médico catalán José de Letamendi postulaba en el siglo XIX que «el médico que solo sabe Medicina, ni Medicina sabe», lo que podría extenderse al resto de saberes, tanto de ciencias como de letras.

            En el caso particular de los médicos, contamos con una larga tradición humanista que nos ha acercado a las letras. Letras con las que componemos las palabras que elaboran las historias clínicas de los pacientes: la anamnesis, desde la que podemos avanzar a la exploración física y las pruebas complementarias, en ese orden, que es el que nos enseñan en las facultades de Medicina. Sin palabras, sin anamnesis, no sabemos cómo ni por dónde empezar a explorar. El orden clásico de clínica (anamnesis), diagnóstico (exploración y pruebas) y tratamiento no debe alterarse. Sin palabras, no puede iniciarse el acto médico. Tampoco terminarse, en ningún caso. Sin palabras, estaríamos hablando de otra cosa.

El doctor argentino Carlos Alberto Yelin analiza este recorrido en su libro El maridaje de la medicina y la literatura[2], en el que confiesa que le sorprendió su extensión cuando empezó a estudiarlo con detenimiento. Oliver Sacks, Irving Yalon, Arthur Conan Doyle, Antón Chéjov, Majaíl Bulgákov, Pío Baroja, Ramón y Cajal, Gregorio Marañón, Pedro Laín Entralgo, Robin Cook o Michael Crichton son solo una pequeña muestra recogida en el libro de médicos escritores, o de escritores médicos, o de médicos que escriben o escribieron, siguiendo la distinción de Fernando Navarro[3] en función de si fueron las ciencias o las letras las que les dieron de comer.

Para Salvador Pániker, ingeniero, filósofo y escritor español fallecido en 2017, la cuestión no tiene matices:

 

Yo no acepto la distinción entre ciencia y arte; van por caminos distintos, pero intuyen algo parecido. Hay tres cosas que me parecen fundamentales: la curiosidad intelectual que te mantenga vivo el espíritu crítico; la fe o lo que defino como una confianza en la realidad que no te es hostil y, sobre todo, que te enseñen a aprender a aprender[4].

            

Idéntico recorrido al del Yelin realiza Rafael Ramírez Camacho en el artículo que titula Escritores médicos, médicos escritores y médicos que escriben[5] tomando como referencia a Fernando Navarro, que añade una referencia a la creatividad:

 

En la gran mayoría, los seres humanos son dados a repetir actitudes y aptitudes recibidas por educación, por herencia o por cultura, lo que los lleva a cumplir con las previsiones sociales que se esperan. […] Ocasionalmente, alguien se aparta del grupo. Con motivo de estímulos exteriores o de un irresistible desasosiego interior, personas que pertenecen a la masa (en el sentido de Ortega) se distinguen de ella para rebuscar en su interior una faceta singular que ofrecer a los demás.

 

            También en Canarias la Medicina y la Literatura se han enlazado en autores como Tomás Morales, Diego Guigou y Costa, Luis Doreste Silva o Carlos Pinto Grote, por comentar solo una referencia.

            Entonces, la respuesta a la pregunta del título no admite más que una opción: las dos son correctas, y debemos trabajar entre todos para que cada día lo sean más, siguiendo el lema de la Cátedra Pedro García Cabrera: «Arte y ciencia nacen, desde un punto de vista objetivo, desde el mismo lugar y sueñan con llegar al mismo sitio».

Un apunte final: es posible que la inteligencia artificial consiga realizar anamnesis, solicitar exploraciones complementarias (no necesitará de la imprecisa exploración física) y prescribir tratamientos, pero nunca podrá completar un acto médico porque se trata de una interacción exclusivamente humana.

            Las máquinas son todas de ciencias, porque como dice Arsuaga de la mano de Millás en el último libro de su trilogía La conciencia contada por un sapiens a un neandertal, ciencia es todo lo que se puede matematizar, expresar en términos numéricos, y de eso la inteligencia artificial sí que sabe, pero se queda en blanco cuando desaparecen los ceros y los unos.

            Y para terminar, un poema de Pedro García Cabrera en Las islas en que vivo, dedicado a Pedro Lezcano (1966), como propuesta a sumergirse sin prejuicios en el mar de la creación:

 

No es necesario que a la mar tú vengas

con la caña de pesca y el atuendo

de cualquier pescador. Con que te acerques

desnudo de palabras y de moldes,

te sientes a su lado y te sumerjas

olvidado de ti, de tus esquemas

de ver la vida y de idear el mundo,

con que dejes tu tiempo a las espaldas

y te hagas a su ritmo y sus rumores,

la mar queda engodada para darte

frutos de creación, nuevos remansos

que, siendo tuyos, los desconocías.

Muerto estarás si no te dice nada

su interior vecindad, si no procrea

en ti su paraíso sumergido

peces de nadadoras libertades.

Muerto, muerto del todo,

aunque prosiga

viviendo en el cadáver de tu cuerpo

la dádiva de sangre del camino.

 



[1] Ordine, N. (2013). La utilidad de lo inútil. Editorial Acantilado. Barcelona.

[2] Yelin, C. A. (2023). El maridaje de la medicina y la literatura. Editorial HomoSapiens. Rosario, Argentina.

[3] Navarro, F. A. (2004). Médicos escritores y escritores médicos. Ars Medica. Revista de Humanidades, 1, 31-44.

[4] Néspolo, M. (2013, 15 de noviembre). Salvador Pániker: «En el arte de vivir uno tiene que ser el maestro de sí mismo». El Español. El Cultural. https://www.elespanol.com/el-cultural/20131115/salvador-paniker-arte-vivir-maestro-mismo/10499306_0.html

[5] Ramírez, R. (2017). Escritores médicos, médicos escritores y médicos que escriben. Seminario Médico, 62(1), 65-84.

23 septiembre 2024

La importancia de llamarse Ernesto

Lo llamaremos Ismael.

            Lleva el pelo liso, quizá demasiado largo para la higiene que se puede permitir, y negro, muy negro para la edad que aparenta, aunque es verdad que la intemperie envejece. Un día le escuché al pasar: «Es que las voces me hablan desde que me despierto, no paran, me vuelven loco, y me obligan a contestarles». El pobre, sumergido en una conversación eterna, de obligado cumplimiento, agotadora.

            Así y todo, él trata de mantener el equilibrio ordenando su pequeño entorno, que va reubicando tras desahucios encadenados. Primero, en la que fuera la terraza de un bar ya cerrado. Todo impoluto: sus cosas perfectamente colocadas en bolsas; una tienda de campaña infantil, quizá donada por alguien que ya no cabía dentro; un escobillón boca arriba, para que se solee; una pala para recoger la basura… Un día su tienda amaneció hecha un amasijo de cenizas y telas a medio quemar: no podría evitar fumar dentro. Los del ayuntamiento limpiaron su rincón y los dueños de la terraza colocaron una reja metálica para que no se reinstalara, como ya había hecho otras veces. Después, Ismael se acomodó en un banco público cercano. Todo igual de impoluto, aunque más modesto: un saco de dormir que doblaba con esmero cuando salía de él, lo poco que salía a un exterior ingrato; las bolsas, con sus cosas dobladas dentro, a manera de almohadones... 

            Y cuando las voces le daban una tregua, se acercaba al albergue municipal a asearse, quizá también a alimentarse, aunque eso solía hacerlo allí mismo, en su domicilio callejero, convidado por la gente de los alrededores como un vecino más, con dificultades, como todos, cada uno con las suyas. Esos días se le veía contento, radiante después del baño. A Ismael la limpieza lo recargaba con la energía suficiente para no estar todo el día dentro del saco de dormir.

            Hacía semanas que no lo veía, hasta que ayer me contaron en la calle: todo el barrio le sigue la pista. Parece que se ha buscado un lugar donde no lo echen, un lugar que no existe, ajeno a las miradas que le afean la conducta porque afea el paisaje del centro de la ciudad turística. Parece que ahora vive en el barranco, y que incluso tiene un jardín que comparte con otros vecinos, tan desahuciados como él. Parece que un flamboyán les refresca las tardes calurosas del final del verano en Santa Cruz. Seguro que tiene todo limpito.

            Ah, y no se llama Ismael, se llama Ernesto.




19 septiembre 2024

Amor más allá del infierno

Tres años
Fotografía: Carlos Jiménez desde el puerto de Tazacorte

La fajana negra pura había cubierto la otra, la del cuarenta y ocho, pero esta mantenía las grietas en rojo líquido, calientes como las mismas entrañas de la Tierra: esas que de vez en cuando se le quedan estrechas a los infiernos y brotan. La Tierra viva que se crea a sí misma; el Infierno que se deshace en vapores fatuos con el salitre.

María esta vez la miraba sola.

Antonio la llevó a ese mismo lugar hacía mucho para mostrarle sus ilusiones de recién casado: «Con este terreno le daremos estudios a nuestros hijos». Tan ilusionado la miraba que ella se propuso creer que encima de aquel malpaís negro iban a crecer las plataneras. A creerlo con tanto amor como poca fe.

Pero las plataneras crecieron, vaya si crecieron, y sus hijos con ellas: bien comidos, bien vestidos y bien estudiados. Ellos ya no viven en su isla-lava, pero María no sabe vivir en otro lugar.

En realidad, no sabe vivir sin Antonio, porque ahora se ha quedado de verdad sin él, definitivamente: el volcán ha terminado de arrebatárselo en su diabólica crueldad.

Y María ha ido a pedirle cuentas: a que le cuente si la fertilidad de los terrenos que regala hay que pagarla en este mundo y en el otro. A que le dé cuenta del lugar donde ella va a poner ahora las rosas amarillas que mima en su patio, esas que plantó Antonio porque el amarillo es el mismo color del sol.

El volcán da y quita, es la ley arbitraria del Infierno.

Antonio murió hace unos años, y el volcán lo terminó de enterrar. En el patio del cementerio la altura de la lava sobresale a los muros: «Ahora sí que están enterrados para siempre». Las últimas flores las tiraron desde un helicóptero del ejército el Día de Finados, como una rescatada alegoría de paz y amor, pero el Maligno no estaba ese día para pactos simbólicos y seguía con su rugir incandescente, incapaz de entender el lenguaje de las almas.

La verdad es que los ojos de María ya estaban grises desde antes del volcán, como se mide allí el tiempo a partir de entonces: antes y después, pero ahora se le han quedado opacos sin horizonte al que mirar.

Lo que no consiguió sepultar el vómito caliente fue el terreno que ilusionaba tanto a Antonio, de joven y de viejo: la colada de lava se detuvo a pocos metros. Quizá Antonio se sacrificó una última vez para proteger sus plataneras, o quizá el Infierno se disuelve cuando se encuentra con los amores grandes.

María contemplaba la nueva fajana, su terreno intacto, los de sus vecinos destruidos, el sol brillando sobre el mar quieto, el silencio… Y tuvo claro dónde iba a depositar a partir de ahora sus rosas amarillas: en el lugar que habita el alma de su marido, lo tenía justo enfrente.

Perdonó a la Tierra por haber reconducido la fuerza de los infiernos.


Imágenes obtenidas de Internet
Cementerio Ntra. Sra. de Los Ángeles, Las Manchas

15 septiembre 2024

Barcos voladores

Fotografía: Eduardo Castro


Pedro vivía volando. Sí, volando, como el guincho, o como las pardelas cuando era el tiempo. Volaba desde que empezó a fantasear con descubrir otros mundos, más allá del suyo, chico ya desde chico, cortado por los acantilados que empiezan donde termina la playa. Lo había visto en la escuela, en el mapa que estaba detrás de la maestra. Le contaron que allí había otras cosas que no entendió, y la maestra no supo explicarle lo que ella tampoco sabía.

Pero Pedro quería saber.

Desde la playa se veía a los barcos entrar y salir del puerto con una cadencia que hacía inútiles los relojes en el pueblo: ya nadie se acordaba de si las cinco y cuarto permanentes del reloj de la iglesia eran de la mañana o de la tarde. Pero donde a Pedro le gustaba contemplarlos navegar era desde el acantilado, porque desde allí le parecía que volaban a través del reflejo de las nubes. Entendió que el mar tiene el color del cielo, que es su representación sobre la Tierra. Eso no se lo dijo la maestra, pero él sabía que era así.

Y Pedro quiso saber más sobre los colores celestes.

Rojo, naranja, violeta… Cuando Pedro se despertó de la siesta sobre el acantilado estaba atardeciendo, pero los colores del horizonte no eran los de otras tardes: eran más definidos, como si a alguien que estuviera ideando pintar el cielo se le hubiera derramado toda la paleta. Se quedó embelesado percibiendo el aire, que estaba quieto, como pendiente de lo que se dibujara a ver si tenía que soplar o no.

Los colores también estaban quietos, situados más allá del alcance de la brisa marina, en un lugar que Pedro no había visto en el mapa de la maestra. El sol se había ocultado, pero todavía quedaban restos de sus últimos rayos, esa tarde más difusos que otras por el contraste.

Entonces, el sol apareció de nuevo, pero brotando del fondo del mar. Tan silencioso como en su recorrido de cada día, pero mucho más veloz. Enseguida se colocó sobre el acantilado, no lejos de donde estaba Pedro, extrañado de no quemarse.

Un chico en todo idéntico a él, y que dijo llamarse Pedro, se le aproximó. No sintió miedo, era como si conociera a ese chico, como si fuera él mismo en otra dimensión: no había nada que temer.

El Pedro recién llegado dijo en la lengua del otro Pedro:

—¿Quieres volar conmigo?

Al otro Pedro no le extrañó que le leyera el pensamiento, eran el mismo pensamiento.

—Claro —contestó como si estuviera esperando la invitación.

—Pues vamos.

En el pueblo no se habló de otra cosa más que de aquel atardecer durante algunos días, pero luego todos se fueron olvidando. Algunos pudieron divisar al sol posándose sobre el acantilado, pero luego tampoco lo recordaron más. Menos Pedro, que sí lo recordaba todo, y ya no tuvo que preguntarle más a la maestra por los confines del mapa, porque él había descubierto los confines del universo.

Desde entonces, cuando volvía del acantilado a su casa cada tarde, pajaritos de papel con mensajes estelares proyectaban sus formas sobre la fachada, haciendo por navegar sobre la corriente que su madre formaba al regar las matas. El otro Pedro sabía de tantas cosas… 


Texto inspirado en el avistamiento OVNI en Canarias el 5 de marzo de 1979
Fotografía extraída de Internet

Vara de Esculapio y estrella de la vida

José Manuel Brea en Medicina y melodía, 

5 de septiembre de 2024

Vara de Esculapio

Caduceo de Hermes
La vara o bastón de Esculapio es un tronco, de cabeza nudosa, donde se enrosca una serpiente que exterioriza la cabeza, quedando separada y erguida. Es el símbolo de la Medicina: la vara representa el poder y la serpiente, la sabiduría.

No debe confundirse con el caduceo, símbolo del comercio: dos serpientes enrolladas (sabiduría) y enfrentadas entre sí a lo largo de una vara (poder) con dos alas en la parte superior o un yelmo alado (yelmo de Hermes o Mercurio), que representan los elevados pensamientos. 

La vara de Esculapio se representa a veces en medio de la estrella de la vida, estrella de seis puntas de color azul que representan cada una de las seis acciones a llevar a cabo en una emergencia médica: 1. Llamada al teléfono de emergencias, 2. Alerta o aviso al servicio de emergencias, 3. Desplazamiento del personal necesario, 4. Prestación de primeros auxilios in situ, 5. Cuidados en la ambulancia durante el traslado al hospital, y 6. Cuidados definitivos en el hospital.


La estrella de la vida