Lo llamaremos Ismael.
Lleva el pelo liso, quizá demasiado largo para la higiene que se puede permitir, y negro, muy negro para la edad que aparenta, aunque es verdad que la intemperie envejece. Un día le escuché al pasar: «Es que las voces me hablan desde que me despierto, no paran, me vuelven loco, y me obligan a contestarles». El pobre, sumergido en una conversación eterna, de obligado cumplimiento, agotadora.
Así y todo, él trata de mantener el equilibrio ordenando su pequeño entorno, que va reubicando tras desahucios encadenados. Primero, en la que fuera la terraza de un bar ya cerrado. Todo impoluto: sus cosas perfectamente colocadas en bolsas; una tienda de campaña infantil, quizá donada por alguien que ya no cabía dentro; un escobillón boca arriba, para que se solee; una pala para recoger la basura… Un día su tienda amaneció hecha un amasijo de cenizas y telas a medio quemar: no podría evitar fumar dentro. Los del ayuntamiento limpiaron su rincón y los dueños de la terraza colocaron una reja metálica para que no se reinstalara, como ya había hecho otras veces. Después, Ismael se acomodó en un banco público cercano. Todo igual de impoluto, aunque más modesto: un saco de dormir que doblaba con esmero cuando salía de él, lo poco que salía a un exterior ingrato; las bolsas, con sus cosas dobladas dentro, a manera de almohadones...
Y cuando las voces le daban una tregua, se acercaba al albergue municipal a asearse, quizá también a alimentarse, aunque eso solía hacerlo allí mismo, en su domicilio callejero, convidado por la gente de los alrededores como un vecino más, con dificultades, como todos, cada uno con las suyas. Esos días se le veía contento, radiante después del baño. A Ismael la limpieza lo recargaba con la energía suficiente para no estar todo el día dentro del saco de dormir.
Hacía semanas que no lo veía, hasta que ayer me contaron en la calle: todo el barrio le sigue la pista. Parece que se ha buscado un lugar donde no lo echen, un lugar que no existe, ajeno a las miradas que le afean la conducta porque afea el paisaje del centro de la ciudad turística. Parece que ahora vive en el barranco, y que incluso tiene un jardín que comparte con otros vecinos, tan desahuciados como él. Parece que un flamboyán les refresca las tardes calurosas del final del verano en Santa Cruz. Seguro que tiene todo limpito.
Ah, y no se llama Ismael, se llama Ernesto.
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