28 septiembre 2024

Brotes verdes


La demolición del edificio marchaba a buen ritmo, incluso más rápido de lo que sus promotores hubieran imaginado: con lo que les costó convencer a las autoridades de que ese edificio no tenía nada que conservar para la posteridad… Ya se sabe que destruir es mucho más sencillo que construir. En realidad, nadie se había planteado el interés cultural de las austeras paredes lisas, sin aparente intencionalidad artística alguna, que conformaban la esquina justo antes del puente sobre el barranco de Santos. Pero ahora que las posiciones en el ayuntamiento se habían dividido, las opiniones en la calle también, que a la gente le gusta pertenecer a un bando para socializar. Así, habían surgido teorías de todo tipo en cuanto al sentido del proyecto incial: que si lo construyó un empresario acaudalado para albergar a todos sus parientes pobres; que si sus primeros moradores nunca acabaron de morirse y sus almas siguen transitando por las escaleras; que si sus últimos moradores, igual de pobres que los primeros pero más viejos, fueron realojados en pisos sin ascensor de barriadas periféricas. Nadie lo sabe seguro porque no han trascendido documentos que acrediten ninguna de las teorías, y ya se sabe que lo que no está escrito, desaparece o se modifica con las aportaciones de cada contador del cuento.

            En fin, que sea como fuera, nadie había podido detener el progresivo acortamiento de sus muros. Pero ahora llevaba unos días en el mismo punto, como si el proceso se hubiera enlentecido de repente. Pregunté por los alrededores, pero nadie parecía haberse dado cuenta. Sí es verdad que el señor del quiosco de la plaza que está justo enfrente me dijo que llevaba días sin escuchar la maquinaria rompedora, pero tampoco había caído hasta que se lo comenté: la ausencia de ruido no se nota.

            Pasaron los días y se reanudaron las tareas, pero poco a poco fue ostensible que uno de los muros no decrecía como los demás. Parecía que iba a sobrevivir a la purga, pero por qué. Para qué.

            Una tarde el edificio me cogió de paso en el camino hacia mis actividades y, como iba con tiempo y no había nadie en la obra que fuera a cuestionar mi curiosidad, pues me acerqué a investigar. Di la vuelta a la manzana destruida hasta que llegué a la pared que permanecía más alta. La revisé bien. Me llamaron la atención unas flechas marcadas con tinta negra en la única esquina conservada. Señalaban la cara interna de los muros. En aquella parte de la obra no habían colocado los paneles metálicos que suelen delimitar el área de influencia de las obras, para que a nadie le caigan cascotes en la cabeza, y solo había una tela plastificada. Miré alrededor, por si a alguien le pudieran interesar mis movimientos, pero no parecía que mis inquietudes fueran del interés colectivo, así que me colé. Lo que había dentro de los restos de lo que parecía un patio interior me sorprendió: una rama de laurel crecía frondosa desde dentro de la misma pared; una línea roja circundaba el contorno que la sujetaba al muro; la rama parecía mirarme desafiante, seguramente acostumbrada a mirar de esa manera a todo el que se le acercaba últimamente. Le saqué una foto para enterarme bien de su  importancia vital para ser capaz, aparentemente, de detener el derrumbe de su casa por encima de los intereses inmobiliarios del municipio. Para ser capaz de defender su sitio «por encima de su cadáver», y ganar la partida.

            Me pasé varios días haciendo averiguaciones entre los fijos del entorno de la obra demoledora, pero nadie sabía nada de lo que podría albergar ese presunto ex patio interior que nadie conocía. Una tarde me encontré a una anciana encorvada, porque sus vértebras soportaron peor el paso del tiempo que ella misma, haciendo por entrar a los restos del edificio por donde yo misma había accedido días atrás. Se me aceleró el corazón y me colocó toda la sangre en la cabeza para activarme el modo alerta. La seguí, esta vez sin detenerme a comprobar si alguien me miraba o no, pero cauta para que la señora no se asustara y se marchara corriendo. Entré detrás de ella. Ni me vio ni me escuchó, estaría algo ciega y sorda, además de demasiado absorta en su tarea, que consistía en regar el muro y conversar con la planta. Me oculté detrás de unos tablones.

            —Amiga, cada día estás más guapa. Qué orgullosa estoy de ti. Estos cabrones no van a poder con nosotras, no lo dudes. No hay más que verte para estar segura de que va a ser así. Y qué bien lo estás haciendo todo, no cabe duda de que son muchos años juntas y que nos entendemos a la perfección. Yo no me he entendido tan bien con nadie más, ni animal ni vegetal, ni vivo ni muerto. Y tú sabes por qué te lo digo, que las conversaciones con mi difunto por las escaleras no cuentan como entendimiento, que no lo hicimos en sesenta años de matrimonio ni lo vamos a hacer después. Ya te dije que yo me entero de todo por el nieto de mi vecina del bloque cochambroso donde nos colocaron ahora estos hijos de su madre, que trabaja en la obra. Cuando me contó lo del otro día, casi me meo, me dio un ataque de tos de la risa que la vecina estuvo por llamar al médico. Ella también se partía de risa, que conoce todos los detalles del tema que nos tenemos entre manos. Parece que el nieto no entendía tanta risa cuando se lo contó, mientras que él todavía no se había recuperado de la estupefacción. Me imagino que una rama engrifada, que se pone a chillar como un felino enjaulado, se tiñe de rojo y empieza a escupir sangre les habrá alterado un poco los nervios, pero no se puede tener la piel tan fina, Hera mía.

            Me escondí mejor.

26 septiembre 2024

¿De ciencias o de letras?

   

Texto publicado en la Cátedra Cultural Pedro García Cabrera de la ULL el 26 de septiembre de 2024.

Hay que decidirse: se es de ciencias o de letras. Y a partir de ahí, hay que identificarse con uno de los dos mundos: el científico o el humanista, no caben medias tintas, que ya se sabe que el que mucho abarca…

            Sin embargo, esto es un criterio moderno, los clásicos eran de ciencias y de letras sin distinción. No hay más que acudir al hombre del Renacimiento (y digo bien, el hombre, porque la mujer no contaba ni para las ciencias ni para las letras) para encontrar referentes de este saber universal. El argumento para defender estos saberes exclusivos está muy consolidado: en la antigüedad, los límites del conocimiento permitían que una persona pudiera adquirir competencias en múltiples disciplinas a lo largo de su vida; en cambio, con el desarrollo del saber a partir de la Ilustración, el conocimiento se hace inabarcable para los límites de una vida humana, así que hay que decidir un camino al que dedicar los esfuerzos intelectuales. Pero no solo hay que decidirse por las ciencias o por las letras, dentro de cada una hay que especializarse. Letras: Historia o Literatura...; ciencias: Biología, Medicina o Ciencias Sociales… Pero hay más, luego hay que subespecializarse (¿o es superespecializarse?). Letras: Literatura hispanoamericana, la obra de García Márquez…; ciencias: Medicina, Cardiología, Cardiología pediátrica, valvulopatías… Pero luego llega un médico, Juan Valentín Fernández de la Gala, y escribe Los médicos de Macondo, la medicina en la obra literaria de Gabriel García Márquez y nos rompe todos los esquemas. O viene el psiquiatra Luis Martín Santos y escribe Tiempos de silencio y no sabemos si fue psiquiatra o novelista. O a Héctor Roldán, jefe de servicio de Neurocirugía del Hospital Universitario de Canarias, se le ocurre escribir El candil del sabio para actualizar las enseñanzas de los clásicos a nuestros tiempos, tan revueltos por falta de referencias. Y entonces, quizá haya que ponerse a pensar...

            Puede que deba actualizarse esta segregación tan cartesiana entre ciencias y letras, porque no podemos olvidar que todo el conocimiento se trasmite a través de estas últimas: sin letras, sin escritura, las palabras se las lleva el viento. Las letras inauguraron la Historia humana hace más de cinco mil años, no las diluyamos entre códigos binarios de ceros y unos.

            Tradicionalmente, a los de ciencias, como mucho, se les permite una dedicación diletante a las letras. Para los de letras, el acceso al conocimiento científico solo se les consiente por la vía de la divulgación, considerada una especie de pariente pobre de la verdadera ciencia dura. Con este criterio, tendríamos que considerar la obra literaria de Chéjov —que dijo: «La Medicina es mi esposa legal; la Literatura, solo mi amante», aunque al final se decidió por su amante— como un simple pasatiempo, así como la obra divulgadora de Oliver Sacks o del dúo Arsuaga-Millás, puro entretenimiento.

            Para tratar de evitar este reduccionismo empobrecedor, algunos autores han subrayado la importancia de juntar ciencias y letras, o si se quiere ser más riguroso, investigación científica e investigación humanística, como resistencia a la dictadura de lo útil y lo inmediato que contribuya al desarrollo de la humanidad. En este sentido, el pensador italiano recientemente fallecido Nuccio Ordine elaboró su manifiesto La utilidad de lo inútil[1] como oposición radical a imposiciones utilitaristas sin alma.

 

El oxímoron evocado por el título La utilidad de lo inútil merece una aclaración. La paradójica utilidad a la que me refiero no es la misma en cuyo nombre se consideran inútiles los saberes humanísticos y, más en general, todos los saberes que no producen beneficios. En una acepción muy distinta y mucho más amplia, he querido poner en el centro de mis reflexiones la idea de utilidad de aquellos saberes cuyo valor esencial es del todo ajeno a cualquier finalidad utilitarista.

 

            Con todo, parece que este debate viene de viejo, y ya el polifacético médico catalán José de Letamendi postulaba en el siglo XIX que «el médico que solo sabe Medicina, ni Medicina sabe», lo que podría extenderse al resto de saberes, tanto de ciencias como de letras.

            En el caso particular de los médicos, contamos con una larga tradición humanista que nos ha acercado a las letras. Letras con las que componemos las palabras que elaboran las historias clínicas de los pacientes: la anamnesis, desde la que podemos avanzar a la exploración física y las pruebas complementarias, en ese orden, que es el que nos enseñan en las facultades de Medicina. Sin palabras, sin anamnesis, no sabemos cómo ni por dónde empezar a explorar. El orden clásico de clínica (anamnesis), diagnóstico (exploración y pruebas) y tratamiento no debe alterarse. Sin palabras, no puede iniciarse el acto médico. Tampoco terminarse, en ningún caso. Sin palabras, estaríamos hablando de otra cosa.

El doctor argentino Carlos Alberto Yelin analiza este recorrido en su libro El maridaje de la medicina y la literatura[2], en el que confiesa que le sorprendió su extensión cuando empezó a estudiarlo con detenimiento. Oliver Sacks, Irving Yalon, Arthur Conan Doyle, Antón Chéjov, Majaíl Bulgákov, Pío Baroja, Ramón y Cajal, Gregorio Marañón, Pedro Laín Entralgo, Robin Cook o Michael Crichton son solo una pequeña muestra recogida en el libro de médicos escritores, o de escritores médicos, o de médicos que escriben o escribieron, siguiendo la distinción de Fernando Navarro[3] en función de si fueron las ciencias o las letras las que les dieron de comer.

Para Salvador Pániker, ingeniero, filósofo y escritor español fallecido en 2017, la cuestión no tiene matices:

 

Yo no acepto la distinción entre ciencia y arte; van por caminos distintos, pero intuyen algo parecido. Hay tres cosas que me parecen fundamentales: la curiosidad intelectual que te mantenga vivo el espíritu crítico; la fe o lo que defino como una confianza en la realidad que no te es hostil y, sobre todo, que te enseñen a aprender a aprender[4].

            

Idéntico recorrido al del Yelin realiza Rafael Ramírez Camacho en el artículo que titula Escritores médicos, médicos escritores y médicos que escriben[5] tomando como referencia a Fernando Navarro, que añade una referencia a la creatividad:

 

En la gran mayoría, los seres humanos son dados a repetir actitudes y aptitudes recibidas por educación, por herencia o por cultura, lo que los lleva a cumplir con las previsiones sociales que se esperan. […] Ocasionalmente, alguien se aparta del grupo. Con motivo de estímulos exteriores o de un irresistible desasosiego interior, personas que pertenecen a la masa (en el sentido de Ortega) se distinguen de ella para rebuscar en su interior una faceta singular que ofrecer a los demás.

 

            También en Canarias la Medicina y la Literatura se han enlazado en autores como Tomás Morales, Diego Guigou y Costa, Luis Doreste Silva o Carlos Pinto Grote, por comentar solo una referencia.

            Entonces, la respuesta a la pregunta del título no admite más que una opción: las dos son correctas, y debemos trabajar entre todos para que cada día lo sean más, siguiendo el lema de la Cátedra Pedro García Cabrera: «Arte y ciencia nacen, desde un punto de vista objetivo, desde el mismo lugar y sueñan con llegar al mismo sitio».

Un apunte final: es posible que la inteligencia artificial consiga realizar anamnesis, solicitar exploraciones complementarias (no necesitará de la imprecisa exploración física) y prescribir tratamientos, pero nunca podrá completar un acto médico porque se trata de una interacción exclusivamente humana.

            Las máquinas son todas de ciencias, porque como dice Arsuaga de la mano de Millás en el último libro de su trilogía La conciencia contada por un sapiens a un neandertal, ciencia es todo lo que se puede matematizar, expresar en términos numéricos, y de eso la inteligencia artificial sí que sabe, pero se queda en blanco cuando desaparecen los ceros y los unos.

            Y para terminar, un poema de Pedro García Cabrera en Las islas en que vivo, dedicado a Pedro Lezcano (1966), como propuesta a sumergirse sin prejuicios en el mar de la creación:

 

No es necesario que a la mar tú vengas

con la caña de pesca y el atuendo

de cualquier pescador. Con que te acerques

desnudo de palabras y de moldes,

te sientes a su lado y te sumerjas

olvidado de ti, de tus esquemas

de ver la vida y de idear el mundo,

con que dejes tu tiempo a las espaldas

y te hagas a su ritmo y sus rumores,

la mar queda engodada para darte

frutos de creación, nuevos remansos

que, siendo tuyos, los desconocías.

Muerto estarás si no te dice nada

su interior vecindad, si no procrea

en ti su paraíso sumergido

peces de nadadoras libertades.

Muerto, muerto del todo,

aunque prosiga

viviendo en el cadáver de tu cuerpo

la dádiva de sangre del camino.

 



[1] Ordine, N. (2013). La utilidad de lo inútil. Editorial Acantilado. Barcelona.

[2] Yelin, C. A. (2023). El maridaje de la medicina y la literatura. Editorial HomoSapiens. Rosario, Argentina.

[3] Navarro, F. A. (2004). Médicos escritores y escritores médicos. Ars Medica. Revista de Humanidades, 1, 31-44.

[4] Néspolo, M. (2013, 15 de noviembre). Salvador Pániker: «En el arte de vivir uno tiene que ser el maestro de sí mismo». El Español. El Cultural. https://www.elespanol.com/el-cultural/20131115/salvador-paniker-arte-vivir-maestro-mismo/10499306_0.html

[5] Ramírez, R. (2017). Escritores médicos, médicos escritores y médicos que escriben. Seminario Médico, 62(1), 65-84.

23 septiembre 2024

La importancia de llamarse Ernesto

Lo llamaremos Ismael.

            Lleva el pelo liso, quizá demasiado largo para la higiene que se puede permitir, y negro, muy negro para la edad que aparenta, aunque es verdad que la intemperie envejece. Un día le escuché al pasar: «Es que las voces me hablan desde que me despierto, no paran, me vuelven loco, y me obligan a contestarles». El pobre, sumergido en una conversación eterna, de obligado cumplimiento, agotadora.

            Así y todo, él trata de mantener el equilibrio ordenando su pequeño entorno, que va reubicando tras desahucios encadenados. Primero, en la que fuera la terraza de un bar ya cerrado. Todo impoluto: sus cosas perfectamente colocadas en bolsas; una tienda de campaña infantil, quizá donada por alguien que ya no cabía dentro; un escobillón boca arriba, para que se solee; una pala para recoger la basura… Un día su tienda amaneció hecha un amasijo de cenizas y telas a medio quemar: no podría evitar fumar dentro. Los del ayuntamiento limpiaron su rincón y los dueños de la terraza colocaron una reja metálica para que no se reinstalara, como ya había hecho otras veces. Después, Ismael se acomodó en un banco público cercano. Todo igual de impoluto, aunque más modesto: un saco de dormir que doblaba con esmero cuando salía de él, lo poco que salía a un exterior ingrato; las bolsas, con sus cosas dobladas dentro, a manera de almohadones... 

            Y cuando las voces le daban una tregua, se acercaba al albergue municipal a asearse, quizá también a alimentarse, aunque eso solía hacerlo allí mismo, en su domicilio callejero, convidado por la gente de los alrededores como un vecino más, con dificultades, como todos, cada uno con las suyas. Esos días se le veía contento, radiante después del baño. A Ismael la limpieza lo recargaba con la energía suficiente para no estar todo el día dentro del saco de dormir.

            Hacía semanas que no lo veía, hasta que ayer me contaron en la calle: todo el barrio le sigue la pista. Parece que se ha buscado un lugar donde no lo echen, un lugar que no existe, ajeno a las miradas que le afean la conducta porque afea el paisaje del centro de la ciudad turística. Parece que ahora vive en el barranco, y que incluso tiene un jardín que comparte con otros vecinos, tan desahuciados como él. Parece que un flamboyán les refresca las tardes calurosas del final del verano en Santa Cruz. Seguro que tiene todo limpito.

            Ah, y no se llama Ismael, se llama Ernesto.




19 septiembre 2024

Amor más allá del infierno

Tres años
Fotografía: Carlos Jiménez desde el puerto de Tazacorte

La fajana negra pura había cubierto la otra, la del cuarenta y ocho, pero esta mantenía las grietas en rojo líquido, calientes como las mismas entrañas de la Tierra: esas que de vez en cuando se le quedan estrechas a los infiernos y brotan. La Tierra viva que se crea a sí misma; el Infierno que se deshace en vapores fatuos con el salitre.

María esta vez la miraba sola.

Antonio la llevó a ese mismo lugar hacía mucho para mostrarle sus ilusiones de recién casado: «Con este terreno le daremos estudios a nuestros hijos». Tan ilusionado la miraba que ella se propuso creer que encima de aquel malpaís negro iban a crecer las plataneras. A creerlo con tanto amor como poca fe.

Pero las plataneras crecieron, vaya si crecieron, y sus hijos con ellas: bien comidos, bien vestidos y bien estudiados. Ellos ya no viven en su isla-lava, pero María no sabe vivir en otro lugar.

En realidad, no sabe vivir sin Antonio, porque ahora se ha quedado de verdad sin él, definitivamente: el volcán ha terminado de arrebatárselo en su diabólica crueldad.

Y María ha ido a pedirle cuentas: a que le cuente si la fertilidad de los terrenos que regala hay que pagarla en este mundo y en el otro. A que le dé cuenta del lugar donde ella va a poner ahora las rosas amarillas que mima en su patio, esas que plantó Antonio porque el amarillo es el mismo color del sol.

El volcán da y quita, es la ley arbitraria del Infierno.

Antonio murió hace unos años, y el volcán lo terminó de enterrar. En el patio del cementerio la altura de la lava sobresale a los muros: «Ahora sí que están enterrados para siempre». Las últimas flores las tiraron desde un helicóptero del ejército el Día de Finados, como una rescatada alegoría de paz y amor, pero el Maligno no estaba ese día para pactos simbólicos y seguía con su rugir incandescente, incapaz de entender el lenguaje de las almas.

La verdad es que los ojos de María ya estaban grises desde antes del volcán, como se mide allí el tiempo a partir de entonces: antes y después, pero ahora se le han quedado opacos sin horizonte al que mirar.

Lo que no consiguió sepultar el vómito caliente fue el terreno que ilusionaba tanto a Antonio, de joven y de viejo: la colada de lava se detuvo a pocos metros. Quizá Antonio se sacrificó una última vez para proteger sus plataneras, o quizá el Infierno se disuelve cuando se encuentra con los amores grandes.

María contemplaba la nueva fajana, su terreno intacto, los de sus vecinos destruidos, el sol brillando sobre el mar quieto, el silencio… Y tuvo claro dónde iba a depositar a partir de ahora sus rosas amarillas: en el lugar que habita el alma de su marido, lo tenía justo enfrente.

Perdonó a la Tierra por haber reconducido la fuerza de los infiernos.


Imágenes obtenidas de Internet
Cementerio Ntra. Sra. de Los Ángeles, Las Manchas

15 septiembre 2024

Barcos voladores

Fotografía: Eduardo Castro


Pedro vivía volando. Sí, volando, como el guincho, o como las pardelas cuando era el tiempo. Volaba desde que empezó a fantasear con descubrir otros mundos, más allá del suyo, chico ya desde chico, cortado por los acantilados que empiezan donde termina la playa. Lo había visto en la escuela, en el mapa que estaba detrás de la maestra. Le contaron que allí había otras cosas que no entendió, y la maestra no supo explicarle lo que ella tampoco sabía.

Pero Pedro quería saber.

Desde la playa se veía a los barcos entrar y salir del puerto con una cadencia que hacía inútiles los relojes en el pueblo: ya nadie se acordaba de si las cinco y cuarto permanentes del reloj de la iglesia eran de la mañana o de la tarde. Pero donde a Pedro le gustaba contemplarlos navegar era desde el acantilado, porque desde allí le parecía que volaban a través del reflejo de las nubes. Entendió que el mar tiene el color del cielo, que es su representación sobre la Tierra. Eso no se lo dijo la maestra, pero él sabía que era así.

Y Pedro quiso saber más sobre los colores celestes.

Rojo, naranja, violeta… Cuando Pedro se despertó de la siesta sobre el acantilado estaba atardeciendo, pero los colores del horizonte no eran los de otras tardes: eran más definidos, como si a alguien que estuviera ideando pintar el cielo se le hubiera derramado toda la paleta. Se quedó embelesado percibiendo el aire, que estaba quieto, como pendiente de lo que se dibujara a ver si tenía que soplar o no.

Los colores también estaban quietos, situados más allá del alcance de la brisa marina, en un lugar que Pedro no había visto en el mapa de la maestra. El sol se había ocultado, pero todavía quedaban restos de sus últimos rayos, esa tarde más difusos que otras por el contraste.

Entonces, el sol apareció de nuevo, pero brotando del fondo del mar. Tan silencioso como en su recorrido de cada día, pero mucho más veloz. Enseguida se colocó sobre el acantilado, no lejos de donde estaba Pedro, extrañado de no quemarse.

Un chico en todo idéntico a él, y que dijo llamarse Pedro, se le aproximó. No sintió miedo, era como si conociera a ese chico, como si fuera él mismo en otra dimensión: no había nada que temer.

El Pedro recién llegado dijo en la lengua del otro Pedro:

—¿Quieres volar conmigo?

Al otro Pedro no le extrañó que le leyera el pensamiento, eran el mismo pensamiento.

—Claro —contestó como si estuviera esperando la invitación.

—Pues vamos.

En el pueblo no se habló de otra cosa más que de aquel atardecer durante algunos días, pero luego todos se fueron olvidando. Algunos pudieron divisar al sol posándose sobre el acantilado, pero luego tampoco lo recordaron más. Menos Pedro, que sí lo recordaba todo, y ya no tuvo que preguntarle más a la maestra por los confines del mapa, porque él había descubierto los confines del universo.

Desde entonces, cuando volvía del acantilado a su casa cada tarde, pajaritos de papel con mensajes estelares proyectaban sus formas sobre la fachada, haciendo por navegar sobre la corriente que su madre formaba al regar las matas. El otro Pedro sabía de tantas cosas… 


Texto inspirado en el avistamiento OVNI en Canarias el 5 de marzo de 1979
Fotografía extraída de Internet

Vara de Esculapio y estrella de la vida

José Manuel Brea en Medicina y melodía, 

5 de septiembre de 2024

Vara de Esculapio

Caduceo de Hermes
La vara o bastón de Esculapio es un tronco, de cabeza nudosa, donde se enrosca una serpiente que exterioriza la cabeza, quedando separada y erguida. Es el símbolo de la Medicina: la vara representa el poder y la serpiente, la sabiduría.

No debe confundirse con el caduceo, símbolo del comercio: dos serpientes enrolladas (sabiduría) y enfrentadas entre sí a lo largo de una vara (poder) con dos alas en la parte superior o un yelmo alado (yelmo de Hermes o Mercurio), que representan los elevados pensamientos. 

La vara de Esculapio se representa a veces en medio de la estrella de la vida, estrella de seis puntas de color azul que representan cada una de las seis acciones a llevar a cabo en una emergencia médica: 1. Llamada al teléfono de emergencias, 2. Alerta o aviso al servicio de emergencias, 3. Desplazamiento del personal necesario, 4. Prestación de primeros auxilios in situ, 5. Cuidados en la ambulancia durante el traslado al hospital, y 6. Cuidados definitivos en el hospital.


La estrella de la vida

12 septiembre 2024

Alicia era politoxicómana, le daba a todo: fantasía, ciencia ficción, poesía, cómic... Ingresó para deshabituación. Los médicos sabían que era un caso difícil, así que se aplicaron. Tanto que dejaron de cambiar los turnos o de dar altas: todos enganchados.

08 septiembre 2024

Buenas lecturas

El hotel lo acaban de inaugurar, será por eso que todavía no se conocen bien los recovecos que deja su estructura. No los conocen bien los que frecuentan el albergue municipal que está justo detrás, porque se perdieron entre sus propios recovecos, enredados en sus esquinas.

Desde hace días, cuando paso por delante de la puerta principal de camino al trabajo, veo que alguien ha descubierto un rincón entre columnas y se ha instalado. Lo pienso porque ha dejado un libro muy usado a medio leer sobre un atado de ropas viejas. Cuidadosamente colocado del revés —no puede ser casualidad— para no compartir la intimidad de sus lecturas de alcoba. ¿Qué leerá?

Ayer era otro libro, también del revés: me perdí el título del anterior, a ver este… Me fijé que lo saca de la biblioteca pública. Lee rápido. Tiempo no le falta.

Por la tarde, en el camino de vuelta, el inquilino está en casa… y lee. Sigo sin poder ver lo que lee. No me atrevo a preguntarle. A ver mañana…

Es un hombre alto, enjuto, el pelo pudo haber sido rubio, le queda poco, los ojos, grises, sesenta y tantos, no tiene pinta de indigente, pero habita en la calle… y lee.

Pero no hay más mañanas, no hay más libros: lo han desahuciado. Afeaba la entrada del hotel para turistas rubios, encarnados, ahítos de cerveza y comida toda incluida. Aquí no se viene a leer…

Le pregunté al conserje, me dijo que lo habían desalojado a lo bruto, pobre hombre, un desgraciado, nadie merece terminar así… Hasta le quitaron los libros, que el hombre insistía en que los tenía que devolver a la biblioteca.

—¿Los libros? ¿Sabe quién los tiene?, así los devuelvo yo mismo.

—Los tienen allí, en recepción.

Llevé los libros a la biblioteca. Ernesto leía Almas muertas y Hambre, que Gógol y Hamsun se leen en cualquier parte.

03 septiembre 2024

Vivir en el mismo centro


Ni que poco mona me ha quedado la entrada, si ya hasta podemos recibir visitas.

            Es que mi Pedro está en todo y esta semana me vino con unas sillas que se encontró al lado de los contenedores, nuevitas, oye, que la gente no sabe darle valor a lo que tiene.

            Pero yo sí. Nosotros sí. Si no, fíjate en lo bien que nos quedó el dormitorio desde que mi Pedro encontró esa escalera para subir ahí arriba, y desde que le hizo esa pared con las piedras que yo quité de aquí, de la entrada, para que quedara lisito. Ahora tenemos nuestra intimidad y todo.

            Lo único es que mi Pedro está buscando otro colchón, porque este que encontró está bastante dado de sí. Quiero decir, que ya ha dado de sí todo lo que tenía que dar.

            Y lo mejor es el jardincito que nos ha quedado. Ahí mi Pedro sí que tuvo miras y lo primero que hizo el año pasado, cuando nos mudamos aquí, fue plantar un flamboyán que se encontró medio muerto a la vera del barranco. Ni poco bien que se ha instalado él con nosotros. El pobre. Tienen mala prensa porque acostumbran a levantar el piso con las raíces, pero como nosotros no tenemos piso que levantar, pues ya está. El verano que viene nos dará sombra, ya verás.

            Y este tendedero, ¿qué me dices? Este es obra mía: me lo encontré yo. Es de abrir y todo. Yo es que no sé qué habrá hecho este pobre tendedero para acabar en el contenedor. Si es lo que yo te digo, que la gente no tiene conciencia.

            Bueno, Luisa, que verás que dentro de poco, porque tengo encargado a mi Pedro y está en ello, te voy a poder invitar a café. Solo me falta el fuego, pero mi Pedro está inventando.

            Bonito todo, ¿no? ¿ A que te gusta? Aunque tu cueva-casa tampoco está mal, lo que tienes es que ser más limpita, mujer, que no te puedes pasar la vida esperando a que llueva para que la casa se te limpie sola. Si ya no llueve tanto como para que corran los barrancos.

            En fin, ¡qué rico vivir aquí! Qué buena idea tuvo mi Pedro —él, siempre— con venirnos al barranco cuando nos desahuciaron. De aquí, como no tenemos ni código postal, pues no nos pueden echar.

            Qué tranquilidad, vivir en el campo en el mismo centro de Santa Cruz.