08 septiembre 2024

Buenas lecturas

El hotel lo acaban de inaugurar, será por eso que todavía no se conocen bien los recovecos que deja su estructura. No los conocen bien los que frecuentan el albergue municipal que está justo detrás, porque se perdieron entre sus propios recovecos, enredados en sus esquinas.

Desde hace días, cuando paso por delante de la puerta principal de camino al trabajo, veo que alguien ha descubierto un rincón entre columnas y se ha instalado. Lo pienso porque ha dejado un libro muy usado a medio leer sobre un atado de ropas viejas. Cuidadosamente colocado del revés —no puede ser casualidad— para no compartir la intimidad de sus lecturas de alcoba. ¿Qué leerá?

Ayer era otro libro, también del revés: me perdí el título del anterior, a ver este… Me fijé que lo saca de la biblioteca pública. Lee rápido. Tiempo no le falta.

Por la tarde, en el camino de vuelta, el inquilino está en casa… y lee. Sigo sin poder ver lo que lee. No me atrevo a preguntarle. A ver mañana…

Es un hombre alto, enjuto, el pelo pudo haber sido rubio, le queda poco, los ojos, grises, sesenta y tantos, no tiene pinta de indigente, pero habita en la calle… y lee.

Pero no hay más mañanas, no hay más libros: lo han desahuciado. Afeaba la entrada del hotel para turistas rubios, encarnados, ahítos de cerveza y comida toda incluida. Aquí no se viene a leer…

Le pregunté al conserje, me dijo que lo habían desalojado a lo bruto, pobre hombre, un desgraciado, nadie merece terminar así… Hasta le quitaron los libros, que el hombre insistía en que los tenía que devolver a la biblioteca.

—¿Los libros? ¿Sabe quién los tiene?, así los devuelvo yo mismo.

—Los tienen allí, en recepción.

Llevé los libros a la biblioteca. Ernesto leía Almas muertas y Hambre, que Gógol y Hamsun se leen en cualquier parte.

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